Antes, cuando Mimí vivía, los seis de septiembre siempre eran una fecha delicada. Su hijo menor había muerto, de un infarto, momentos antes de que el sol se hubiera puesto. Mimí publicaba esquelas en el periódico y a mí me inquietaba cómo saldría mi nombre, el de Ella, qué pensarían mis hermanos, mi padrastro. Si les dolería ese recodartorio de mi otra familia.
A las seis de la tarde, a misa. Nosotras dos llegábamos de primeras. Revisábamos flores, velitas, al coro y al padre. Nos sentábamos en la primera banca de la iglesia. Mimí de negro estricto, no me soltaba la mano ni un minuto y había momentos en que me la apretaba con fuerza, sobre todo si lloraba.
Se volteaba cada cierto tiempo a examinar si habían llegado los invitados, informándome de cada ingreso y haciendo mala cara con los que llegaban tarde. Al salir, Mimí no se secaba una sola lágrima. Era su forma de insistir en que no hay peor dolor para una madre que ver morir a su hijo. A pesar del tiempo, le seguían dando pésames. Cada año llegaba un alguien distinto: un alumno, un amigo, un compañero de la corte o de estudios a decirle, siempre, cosas lindas, cuánto lo extrañaban, cuánto lo habían querido, el impacto de su muerte injusta y tan temprana, la falta que hacía.
Yo era su presea. La evidencia de que algo de él quedaba todavía. Sin soltarme, Mimí me ofrecía a los ojos ajenos como la huérfana. “Son como dos gotas de agua” decía, ahogada, empujándome hacia adelante. Yo me estremecía de pensar que como él, moriría muy joven. Me angustiaba ese peso enorme de tener que emularlo; yo no era ni simpática, ni cariñosa ni inteligente, pero me esforzaba en ocultarlo. Estafaba a Mimí haciéndole creer que quería y soñaba con ser el reemplazo del ausente y me dolía por adelantado su decepción cuando descubriera todo. Me confundían las frases de lástima y de relleno de los demás, te hace falta, te acordás de él, vos lo querés, es cierto que sos idéntica, pobrecita, tu padrastro cómo te trata. Yo no contestaba nada y hacía cara de compungida. Mimí se se secaba los ojos con su pañuelo.
En medio del tumulto, atrás, en una esquina, yo había alcanzado a ver que Ella también había venido; sola. Tenía los ojos un poco hinchados y enrojecidos. Se mantenía aparte, lejos de nosotros. La estrella del duelo era Mimí. Lo de Ella era propio, suyo, privado.
Al llegar, a la casa, Mimí se cambiaba el vestido negro y se ponía delantal. Cuando estaban todos los invitados y aquello era un bullicio, ella salía de la cocina sonriendo y ofrecía todo lo que tenía de tomar, incluyendo el rompope con guaro de contrabando que ella misma destilaba con receta secreta, ilegal y en el patio. Anunciaba el menú generalizado: su inigualable arroz con pollo, papas fritas de bolsa, pejibayes con mayonesa, ciruelas con dulce de leche, queque seco batido a mano con pasas importadas. Café, té o tragos. Contaba chistes. Vacilaba a los presentes. Cantaba un tango. Relataba anécdotas del tiempo en que su hijo estaba vivo. Llenaba vasos, cambiaba platos, servía más porciones. Se olvidaba del dolor. Sonreía.
Mientras tanto, yo, en el segundo piso, esperaba el aviso para mi entrada triunfal por las escaleras. Todos los años, preparaba una obra de teatro, revista de variedades, coreografía infantil ejecutada en piyama de rayas, lectura, declamación, imitaciones o monólogo, que presentaba ante el público, reclutando a la fuerza a mis primos en mis empresas artísticas y demostrando que si tal vez no tenía futuro como abogado brillante que reformara la leyes y fuera buen hijo, podía ser que no me fuera tan mal en el teatro, escribiendo cuentitos, o en el mundo del espectáculo. De por sí también pude haber hereado lo charlatán, bailaor, bromista y dicharrachero. Cuando fuera el momento preciso, Mimí me anunciaría con la sobriedad de un director de orquesta, se bajarían las luces, sonaría la música y todos aplaudirían el entremés cómico y cultural de aquella fiesta de muertos de patada larga.
Nota de Sole: Estas son las dos gotas de agua cuando ambos tenían la misma edad. Todavía tenemos los mismos ojos y la misma altura.
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