Hay una foto. Una foto en la que salimos Ella y yo. Nadie más. Ella posando conmigo en los regazos y yo con sonrisa de orgullo y la pava picoteada por mis propias manos.
Ella y yo. Yo de cuatro años. Ella de treinta y tantos. La única que nos tomamos juntas con toda la intención de vestirnos de gala, peinarnos y buscar fotógrafo. Porque sí. Porque nos dio la gana.
Hace unos años, yo escribí un cuentito de esa foto. Y saqué de todas las gavetas de mi memoria los raros momentos buenos que pasaba conmigo. Cuando jugaba conmigo. Cuando cantaba conmigo. Cuando analizaba mis dibujos. Cuando escuchaba mis cuentos. Cuando hicimos un viaje. Cuando me iba a ver vestida de ratón a la escuela.
La foto era la prueba de que un día habíamos hecho algo juntas para nosotros. La foto era mi orgullo. Amplié la foto y se la di para un cumpleaños con el cuento. Y Ella lloró, creía yo, de emoción por los recuerdos.
Hasta ayer que revisando la foto, noté, por primera vez en treinta años, que la foto, por detrás, tiene dos fechas. El catorce de febrero de cuando yo tenía cuatro años, con letra de Ella. Y el catorce de febrero de cuando yo tenía cinco, con letra de mi padrastro, del mismo año en que se casaron. Y aunque es solo una foto, se me rompió algo. Algo aquí, por dentro.
La foto ya no somos nosotras porque en realidad nunca fuimos y siempre fue para mi padrastro, en un día de los enamorados. La foto es la prueba gráfica y evidente de que se le dijo que dentro del paquete venía esa cosita morena, sonriente y de pelo picoteado que tenía en ese entonces cuatro años. La foto no era muestra de cariño entre nosotras. La foto era un catálogo de advertencia de lo que se estaba ofreciendo.
Y hay otra cosa. Entendí porque Mimí siempre le reclamó y le resintió y le decía, muy de vez en cuando, en tonos oscuros y miradas acusadoras: “es que vos ni siquiera dejaste enfriarse al muerto” y Ella no respondía, y a todas nos dolía el silencio. Porque para la primera fecha de 14 de febrero de cuando yo tenía cuatro años, mi papá tenía apenas cinco meses de muerto.
Pensé en reclamarle. Pensé en irme con la foto en la mano y decirle que cómo se le había ocurrido hacerle/hacerme eso a mi papá/a mí. Qué él no llevaba ni cinco meses de haberse ido/que yo siempre pensé que nos tomamos la foto porque nos queríamos. Que me explicara. Que yo exigía saber qué había sido eso. Que borrara, por favor, esas fechas. Que me dijera que no era cierto.
Pero no puedo hacer eso. Primero porque me despedazo. Sí, me despedazo por algo tan chiquito como una foto. Y segundo porque la vida privada de Ella no es ni será nunca asunto mío ni de nadie, solo de Ella. No me toca a mí ser el juez de su pasado.
Además, a mí me duele por mí y por el muerto. Pero a él yo lo tuve por papá, no por esposo. En mí, él es unos recuerdos nebulosos y las historias de Mimí donde siempre él fue alegre, inteligente, amoroso. Perfecto.
Pero yo no sé si era o no compañero. Si era o no cariñoso. Si le decía todos los días, viéndola a los ojos, que la quería. Si se lo hacía saber. Si era fiel. Si era responsable. Si era bueno. Si cumplía sus promesas y sus palabras. Si eran un proyecto de vida o apenas un divorcio que interrumpió un infarto.
Y como no sé y tampoco quiero saberlo, porque destruir dos recuerdos en una sola semana es demasiado grueso, entonces me callo y me siento a ver la foto y trato de sonreír y me digo “Tal vez es una casualidad. Tal vez nos la tomamos el 14 de febrero porque era para celebrarnos nosotras. Tal vez se la dimos a mi padrastro hasta el año de mis cinco años. Ves Mimí? Sí dejó enfriar el muerto. Y que querías? Que se quedara de viuda vistiendo de negro? Qué? No tenía derecho a rehacer su vida? Vos qué hubieras hecho?”
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