De adolescente, con morbosa maldad, armada con un ateísmo fiero e irrespetuoso y Nietzsche de mi lado, disfrutaba de cuestionarle a Mimí sus creencias de campesina nicaragüense, de segundo grado de escuela, de pasados de hincarse todos con el cura del pueblo ante el paso de un avión por el cielo de Nandaime.
Aprovechaba los domingos como a las ocho y media. Me negaba tercamente a acompañarla a misa o la sentenciaba muy envalentonada “Voy. Pero no me hinco ni respondo una sola de esas oraciones. Ni pienso comulgar, cantar, confesarme o darle la paz a ninguno de esos comesantoscagadiablos! Advertida!”
Mimí no podía creer que yo estuviera en la trinchera del otro lado, se secaba las manos en el delantal, lo ponía en la mesa y empezaba a discutirme de vuelta. Yo tenía claro que eso terminaría entre gritos y acusaciones de hereje y apostáta y pretendés vivir como los animales!!!– demuéstreme que dios existe– es culpa de tu mama por no educarte con temor a dios– si dios fuera bueno mi papá no se hubiera muerto– ayhijodemialma te me volverías a morir de ver a esta criatura así de perdida… si no te quisiera tanto te volvería la boca al culo – Mimí no hable paja usté no se anima a pegarme– por estar diciendo esas cosas, para terminar con su dedo señalador de ángel vengador mostrándome drástica la puerta y el portón para que yo abandonara su casa que era mi paraíso y no volviera, mirándome con los ojos negros como los míos y los de suhijodesualma que decían “arrepentite. arrepentite y pedime perdón a tiempo…”
Y seguía:
“Altaneraaaaa! Insolenteeeee!!! Arrogante!!! Hablarle así a tu abuela!!! APRENDÉ A VIVIRRRRRR!!”
No me levantaba la voz. Tampoco hacía falta. Me lo decía entre dientes con ese siseo tan característico del que se lo está llevando puta del colerón y que traga grueso para poder controlarse.
Pero me aguantaba todo eso, porque antes de la sentencia de la expulsión, Mimí, con dramas y movimientos teatrales, se sentía como actriz argentina de las películas de los años cuarenta a blanco y negro que tanto admiraba, y a falta de un tango apropiado para la ocasión, me recetaba uno de sus ejemplos favoritos de su visión personal y particular de la creación del mundo y de nosotros, sus criaturas.
Ella se imaginaba el cielo algo así como un enorme sambódromo presidido por dios como rey del carnaval. Un silencio enorme entre las multitudes que se reunían a presenciar el milagro de la creación de los seres humanos cuando dios, en persona, diera la señal.
“Cuando Dios dijo “salgan los insolentes” venías vos de primera, encabezando el desfile, con todo y bandera y estandarte, cinta en el pecho y paso de bastonera, sonando pitos y trompetas a todo cachete y dirigiendo a los demás”
Lo decía como si ella hubiera estado allí, sentada en el palomar el sambódromo celestial, presenciando el ingreso al mundo de la raza de malcriados que según ella yo representaba a cabalidad entre gritos y música y aplausos y miles de papelitos de colores ondeando en el aire y un público vuelto loco aplaudiendo el arribo de todas las delegaciones de seres humanos.
Y ahí yo estallaba de la risa y ella no se podía contener y nos carcajeábamos juntas de la imagen. Dejábamos atrás la escena, la actuación y el pleito, y yo volvía a ser su “madrecita” y ella mi Mimí y tomábamos feca jugando al billar y se nos iban las tardes.
Creo que Mimí no debe haber andado tan perdida. Porque yo, tratando de reencontrar mis caminos y personas, he conocido hombres de los que Mimí hubiera dicho que encabezaban la delegación de los hijos de puta y con méritos sobrados para hacerlo. Que la posición de capitán de comparsa no era solo una y que cuando una pensaba que nadie podía superar esa hijueputez, aparecía otro que te demostraba que one ain’t seen nothin’ yet, superándolo con creces.
Además sé que no he sido solo yo la que hizo ese llamado público de “Levanten la mano los hijos de puta” (también conocido como “Cabrones a mí”) para ir soplada a buscarlos y creer que podía tener con alguno de ellos algo lindo, que sé yo, digamos que una relación de pareja, por ejemplo. Somos, creo, la mayoría de las mujeres, o al menos la mayoría de las mujeres que conozco, las que confiesan como si fuera un vicio malo y en secreto “Vieras como me atraen los carepichas. Pueden haber 300 maes que son un pan de dios, que si hay uno fuerte y malo, por ese caigo yo derretida.”
No digo que todos los hombres son unos hijos de puta o siquiera iguales. Eso es un prejuicio nacido del dolor. Digo que los que lo son, son un peligro latente, una tentación dañina, como cuando uno tiene predisposición genética al alcoholismo o los alimentos grasosos y sabrosos como los toreaditos, pero que son malos para el corazón.
También he escuchado las quejas del otro lado: ”Mirá, mi mama con el cuento ese de la liberación femenina y todos somos iguales, me enseñó a lavar, planchar, barrer, lavar, recoger regueros y ayudar en todo. Majado, toda la infancia, por una mujer. Y ya de viejo conoce uno chavalas que le dicen que uno es muy lindo, pero que lo quieren como amigo o peor, como un hermano. Ah, pero eso sí, se vuelven loquiticas por los machos rematados que las ponen de putas personales y empleadas y las tratan a la patada. Ves el daño? Lo ves? No me salgás con mierdas de que me hicieron ni sensible ni colaborador y que muchas se morirían por conocer un mae como yo. Eso es hablada de revista de hembras. Maricón fue lo que me hicieron. MARICON!”
Es que es algo casi en el nivel de tendencia antropológica de la atracción al más fuerte. Es innegable que hace doscientos mil años, en una cueva húmeda, con hambre, frío, una marimba de chiquitines sobrevivientes de hambres y enfermedades y un tigre dientes de sable dándome la vueltica y relamiéndose de pensar en uno de aperitivo, cualquiera de nosotras necesitaba al más fuerte y al más rudo. Pero hoy, que yo proveo para mí, puedo controlar el arribo de la marimba, me la paso a dieta, tengo mi suetica preferida y decido donde me encuevo, y hay otras opciones distintas a patanes en el mercado, esa necesidad pierde la razón de ser.
Y no estaría mal si el corazón de uno fuera como esas pelotas de hule duras que se venden para perritos. A prueba de colmillos y que rebotan en cualquier superficie, que se secan después de babeadas y sobreviven al sol y la lluvia en los patios, que no necesitan a nadie que se preocupe por ellas, que les diga “quehacésahi” o que las quiera. Pero resulta que el corazón de una suele tener la mala costumbre de ser más bien como una cajita de vitrales de colores, pequeño y delicado que se quiebra con los golpes y cuando se rompe solo repare pedazos que suelen cortar al que se arrime.
Para hacer vidrio se necesita arena y se necesita mar y se necesita fuego
y se necesita dedicación y paciencia y con el soplo de la vida, moldearlo. Para romperlo, solo se requiere encontrar al que viniera encabezando el desfile cuando en el sambódromo celestial dios dijo “A ver! Que salgan los hijos de puta!”
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