Hay dos cosas en las que mi inutilidad absoluta e imposibilidad de redención han quedado amplia y ridículamente demostradas incluso en situaciones públicas y comprobables. La matemática y la filosofía.
Yo soy de las que obtiene cinco resultados diferentes sumando con calculadora o con Excel. De las que siente una barra enorme que le atraviesa el cerebro en el momento que alguien pide que calculen un simple porcentaje. Me niego a siquiera intentar hacer acertijos con números y encargo de cálculos de liquidaciones laborales e intereses a un contador o advierto que si yo lo hago, para evitar errores, redondeo hacia arriba desde los miles a eso le agrego másomeno un 4.38 por ciento porque es mejor que sobre y no que falte y que eso tampoco es garantía.
Recientemente le llevé la queja al Patán de que si seguíamos con esa tarifa, según el cliente, salíamos doscientos millones más caros por efecto de la devaluación. Se rió en mi cara y me pidió que hiciera los números. Le dije en el mejor tono insolente y superior“A mí me pagan por ser abogado y no por calcular numeritos. Por eso se supone que le pagan a usted” y bajo el escudo del gato bravo, me libré por un pelo de exponer en toda su amplia ridiculez mi incapacidad numérica.
Yo le digo a mi contador que solo me diga cuánto hay que pagar por impuestos. Me niego a que me expliquen nada que requiera que yo siga atenta una operación de mate. Me desconecto en las negociaciones cuando se hablan de números y siempre hay un encargado de traducírselo al abogado y la señal de éxito y transparencia se mide en el grado en que Sole logre comprenderlo. Con costos logro calcular descuentos en las tiendas cuando voy de shoppin y es hasta que amenazan con echarme de la tienda que reconozco que tal vez corrí la coma demasiados lugares y que el cobro es correcto.
He tratado de superarlo. Unas vacaciones me agarré con el Baldor por semanas hasta que me venció la frustración y desde entonces me di por vencida. No sabré sumar más de cuatro cifras a pura mente, divido de forma bastante poco convencional, y curvas y fórmulas son chino avanzado, pero tengo una ortografía de rechupete (aplican restricciones) y así me consuelo.
Y con filosofía es algo peorcito que eso. Es como, con el respeto de los demás, leer la Biblia, ir a misa o a ver un partido de futbol. Me duermo ipsofacto, causa principal si tuviera narcolepsia. Y quisiera aprender más del tema, pero me aburren tanto los libros que ya ni distingo quién era maestro de quién entre Sócrates, Platón y Aristóteles, quién dijo qué, quién escribió qué, quién aportó qué, salvo las repeticiones hasta el cansancio en la facultad del tenebroso título de La República.
Y si eso es con los clásicos, ni hablar de los más recientes (últimos 400 años). Me argumento que deben ser las traducciones y por eso ando cargando como 4 versiones de Así habló Zaratustra. Debe ser la letra y busco cosas enormes como para niños. Debe ser que debo primero aprender los conceptos y peino textos de secundaria para ver los puntos importantes de cada uno de esos viejos, pero nada. Me salva que en el tema la mayoría somos bien burros y mis oportunidades de exhibir mi triste ignorancia se reducen sustancialmente porque en una conversación social difícilmente Hiedegger o el existencialismo serán la discusión de la noche. Podría decir públicamente y con toda calma que Kant dedicó cuatro libros al poder liberador del orgasmo dentro del materialismo histórico que creo que nadie me podría rebatir con pruebas en la mano (Nota de Sole: De la posición de Kant. No del orgasmo)
Peeeeero, pero pero, la filosofía tiene el inconveniente que no existen calculadoras o aparatitos que las reemplacen. Y que mis remedios no han funcionado. Y que gente que admiro mucho los cita con frecuencia. Por eso, decidí tomar el toro por los cuernos e intentar lo que a continuación les ofrezco:
Uno de los filósofos que más me llaman la atención es Diógenes. Y hace un tiempo, compilé una serie de sus anécdotas, dichos y recuerdos. (Nota de Sole: Fotitos no. Limitaciones tecnológicas de la época). Traté de escribirlas todas juntas, y fallé estrepitosamente. Daba miedo, pereza y asco aquel mamotreto. Entonces, ya al borde, decidí profanar en forma pagana contra el conocimiento universal y hacerlo de la única forma que conozco y que medio me va saliendo: un cuento. Y escribí varios. Y aquí hay uno, el primero, cuando Diógenes llega a Atenas y se une a los cínicos. Puede que funcione. Y si descubro una forma de hacer la matemática en cuentitos, revolucionamos el sistema educativo!
Escuela de Cínicos.
Le he dicho mil veces a mi padre que ya no soy un niño, y que quiero seguir estudiando a pesar de que ya terminé la escuela. Sé escribir, y leer, y algunos números. He participado en los juegos, pero los hombres, a mi edad, deben escoger entre ser filósofos, políticos o artesanos.
Una noche le dije a mi madre a escondidas que yo, lo que quería, era ser sabio. Y ella se lo planteó a mi padre pero su furia fue enorme mientras a los gritos le decía que si teníamos todo aquello, que si no nos vendían como esclavos, era porque él se quebraba el lomo trabajando, dirigiendo a los artesanos, negociando con fenicios, atento a las decisiones de la política y los tiranos. Y dijo que no. Que yo debo seguir su camino y entrar de aprendiz o de un comerciante o un artesano. Pero yo quiero ser sabio.
Mi madre lo sabe y por eso, en los días largos en que mi padre se dedica a sus monedas, ella me lleva a la casa de Antístenes, el cínico y ahí, yo aprendo. Algunos dicen que Antístenes, pupilo de Sócrates, es un rebelde porque se opone a nuestras cuidades-estado y a eso que él llama status. Antístenes dice que todos somos iguales y que eso de los saludos y los respetos y las órdenes sociales son tanto incómodos como necios.
En la casa de Antístenes hay muchos extranjeros, como mi madre, que es persa, que cuando le pregunté porque asumía el riesgo de llevarme, me dijo en un murmullo ahogado “porque quiero que me hijo sea algo más que un arrogante griego”.
Antístenes me dice “Repite conmigo, Ionnes: La propiedad, el matrimonio, la familia, la ciudadanía, la buena reputación, las cosas respetables y debidas, son solo cadenas y los hombres no nacieron para vivir encadenados”
Desde hace unos días, Antístenes está un poco molesto. Diógenes, el Jónico, insiste en unirse a nuestro liceo y Antístenes ha intentado convencerlo de que no es necesario, que no es lo suyo, que no le necesitamos. Pero Diógenes es terco. Anoche, ya harto, Antístenes tomó la vara más larga del patio y empezó a golpear a Diógenes para que cesara en sus ruegos. Asustado, yo lloraba a escondidas para que no me dijeran cobarde. Diógenes no lloró ni huyó ni nos maldijo. Entre la sangre y la vara que silbaba con cada golpe, le dijo impávido a Antístenes:
Golpéame Antístenes, pero nunca encontrarás una vara lo suficientemente dura como para removerme de tu presencia mientras digas algo que valga la pena.
Hoy Diógenes se sentó con nosotros a escuchar a Antístenes, el maestro, y él nos dijo “Muchachos, tenemos un nuevo pupilo”.
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