– É masia’o!!!
Con eso fue suficiente. No hizo falta escuchar más prueba. Se prescindió de los testigos y de las pruebas documentales. El Juez dictó su sentencia y de un solo mazazo, selló el destino del expediente criminal de Carlos Manuel Villas Pelaez.
Cienfuegos era, en ese entonces, un pueblo chiquito. Bajaba en graditas recortadas en la montaña hasta el borde del mar, donde se remojaba, juguetón y fresco, los piecitos de piedra blancas. Fidel y los muchachos estaban recién llegados a la Sierra. Faltaban unos años para que todo se revolucionara.
Como todo pueblo chico, se acostumbraba a poner apodos. El peor de todos era el del flamante abogado del pueblo. Con un monopolio impuesto por la pobreza y el poco acceso a la escuela; el licenciado, doctor en derecho, caminaba siempre encopetado, de brillante gomina y corbata de seda, a menos que el calor lo obligara a una guayabera. Era conocido por todos, niños y viejos, por el mote que le cayó una tarde desde una anónima palmera holgazana: ratapelúa.
Todos lo respetábamos como profesional, nadie se explicaba el porqué de tan terrible apodo, sugerente de oscuras actividades y traicioneras artimañas, tan propias de esa profesión de embusteros y labiosos. Y es que ratapelúa, a pesar de su apodo y su trabajo, era un hombre a carta cabal.
Fue al Chino Fung al que le tocó comprobarlo. La bodega del chino quedaba también en Cienfuegos, a doscientos metros de la casa de ratapelúa y a cincuenta de la casa de mi abuela. Todos íbamos a la bodega del chino a conversar un rato y tomarnos algo. El chino ya se había acostumbrado pronto al español y al pueblo, y como cualquier otro cubano, ya decía perfectamente “mi amol” y de vez en cuando se fumaba un habano.
El chino era de corazón dulce y ojos rasgados A las más pobres, les daba fiado sin necesidad de formarle ningún papelito, ruegos humillantes o promesas de santos. Con los sinvergüenzas que podían un poco más y pedían crédito por descarados, el chino ejercía sus habilidades orientales de paciencia y jaranga: no los dejaba en paz hasta que pagaran el último peso prestado.
Un día, ratapelúa se acercó a ofrecerle al chino un negocio maravilloso del que solo ellos dos supieron los detalles. Esa noche no abrió la bodega, se les fueron las horas en planes. El chino, poderoso comerciante de la región, curtido conocedor internacional de transacciones y viajes, podría compartir la privilegiada información que se le ofrecía y por supuesto, invertir sus ahorros ganados con el trabajo de sol a sol en la bodega en tan segura empresa. Ratapelúa aportaría su palabra de caballero y su abogadística experiencia.
El chino aceptó entusiasmado. Y por varios días lo vimos pasar igual de encopetado que ratapelúa, caminando por las calles de Cienfuegos orgulloso de su secreto y de su futura riqueza y buena fortuna. Pero el tiempo pasó, y el dinero de la inversión nunca se multiplicó. Es más, nunca apareció.
El chino montó en cólera y empezó a dudar de ratapelúa. A todos les empezó a decir que había sido víctima de una de las trastadas del leguleyo y que ya se las vería con él. A nadie le quiso dar detalles a pesar de los ruegos y las preguntas incesantes. Nada, eso era entre ratapelúa y él.
De poco sirvió la confianza entre socios. Ratapelúa, a pesar de las amenazas de maldiciones orientales, no aflojó ni un ápice, y el chino, muy a su pesar, tuvo que llevarlo a juicio. El pueblo entero estaba alborotado. ¡Hacía tanto tiempo que no había un juicio en Cienfuegos! Por fin sabríamos qué era lo que ratapelúa le había hecho al chino de la bodega, porque hasta ahora, los chismes eran solo especulaciones y cálculos. .
A pesar del gentío, los abanicos, y el calor, el juicio inició con la solemnidad debida. El juez hizo pasar al chino de la bodega al sillón de los ofendidos. El chino, serio como una piedra, se ubicó en el lugar indicado.
Se le identificó como a todas las víctimas de un delito. Nombre completo, dirección, edad, identificación, nacionalidad, hijos y cónyuge, aunque no en ese orden, claro. No le salieron hijos por fuera ni ningún dato que no fuera ya conocido en Cienfuegos. A cada pregunta el chino contestó calmadamente, sin inmutarse. Tuvimos un adelanto de todo el enredo: el secretario del Juzgado calificaba los hechos como estafa.
Luego, el ritual heredado de los juristas romanos exigía hacer las preguntas de rigor para asegurarse que el víctima-testigo fuera objetivo en su relato y por ende, su testimonio consistiera en prueba contundente de condena o absolutoria sin mancha. Vino la pregunta central:
– ¿Conoce usted al aquí imputado, Carlos Manuel Villas Peláez, mejor conocido como ratapelúa?
El auditorio en silencio absoluto, esperaba, impaciente, la respuesta. De eso dependía el juicio, el honor y el dinero invertido. El Chino, en su sillón de testigo, miró alrededor despacio, luego, con mucho desprecio y resentimiento, observó a ratapelúa, hecho un puñito desgarbado y sudoroso, jugando nerviosamente con su sombrero en el banquillo de los acusados.
Se acomodó a un lado y al otro, y luego, con profundo acento cubano, dijo la frase que cerró cualquier duda y acabó de tajo con la defensa del caso:
– É masia’o!!!
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