Cuenta la leyenda que hubo una vez un incendio en la selva. Todos los animales corrían desesperados, huyendo de las llamas. Excepto el colibrí, que con sus llamas, transparentes, revoloteando veloces, volaba hacia el fuego. Zigzagueando se escurría entre las garras del humo y se internaba en la densa oscuridad.
El clamor de los gritos y la estampida de los animales ahogaban el zumbido preocupado de sus alas.
Uno, dos, tres … muchos viajes del colibrí. Llevaba todas las gotitas de agua que cabían en su piquito de aguja, firme en la idea de aplacar aquel infierno.
La voz de Dios se escuchó sobre aquel caos. Observando todo aquello, divertido, dijo:
“Colibrí: ¿No ves que los animales más poderosos de la selva ya han huido? Mira el poder del fuego. Está consumiendo todo y no se detiene. Ni el león, ni la pantera, ni el elefante ni el rinoceronte han podido contra su furia. Huye Colibrí, ¿O es que acaso crees que apagarás el fuego con tan solo las gotitas que llevas en tu piquito?”
Y el colibrí, sin detenerse un momento contestó:
“No lo sé. Pero cada uno tiene el deber de hacer lo que puede”.
Y ese día, hasta Dios aprendió del colibrí.
De autoría de la suscrita, inspirado en una historia que le escuché en Cuba a la sobrina del Comandante en Jefe y publicado en el libro “El Utopista”, de Mauro Fernández.
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