Yo, embobada por algún circo de infancia.
Yo, riéndome a más no poder con el más pequeñito de los payasos y sus caídas orquestradas y su naricita roja y sus zapatos enormes y su carrito enano.
Yo, de la mano de algún adulto al que le comento que estoy considerando de verdad y muy en serio eso de ser payasito porque ha de ser muy lindo estar contento todo el tiempo, que la gente se ría con uno, aprender a hacer piruetas y magias y que todos los niños del mundo lo quieran.
Un salvaje despiadado que me dice que no me crea eso de que están felices, que es solo maquillaje porque usualmente, los payasitos están muy tristes porque justo antes de salir a pista y de que los anuncie el director de traje rojo y sombrero negro, les avisan en el camerino que alguien muy querido, ha muerto.
El silencio de la noche, roto por mis pasos.
La imagen del payasito destrozado frente al espejo que se obliga a pintarse una gran sonrisa roja y rombos azules en los ojos. Se disfraza las lágrimas con dibujos de lunas o de triángulos.
La laguna de neblina de la actuación forzada.
La imagen del payasito después del espectáculo, con los aplausos de fondo, llorando solo en una de las carpas del circo, iluminado por un bombillo de luz grisácea, tirado sobre un atado de paja mientras uno de los elefantes le acaricia con la trompa la peluca de muchos colores y los chimpancés lo rodean tratando de acompañarlo en un abrazo.
Desde entonces, no me río con los payasos. Siempre, siempre, me resucitan el recuerdo y dejo caer una lágrima por el payasito chiquito que no tenía permiso de no ser feliz.
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