Subió pesadamente hasta la ventana del tercer piso. Su cuerpo regordete se cansaba en el ascenso. Hacía bochorno. No calor. Bochorno. Aun era verano.
Vio la luz y se detuvo un momento. No podría decir que pensaba porque tenía los ojitos casi cerrados como cuando uno ha pensado mucho y ha sufrido mucho y ya no quiere ni puede pensar en nada.
Afuera, los sonidos tristes de la noche le susurraban que la vida seguiría igual con o sin su cuerpo de taponcito.
Entonces, ágil como una libélula se lanzó de picada a través de la ventana abierta hacia la luz. Pensó que iba a morir del impacto en el vidrio. Pero no. Murió del golpe con la lámpara y si eso no lo mató, entonces murió electrocutado. El abejón había cometido su suicidio.
Su último pensamiento fue para el botón rosado del que se enamóró en el patio. El botón mantuvo sus ojos muy abiertos, pero no dijo nada, cuando el abejón le habló y le contó cómo, cada año, los abejones del mundo resucitaban, que él era de los primeros por lluvias del otro día. No dijo nada cuando voló a su alrededor enseñando orgulloso sus alitas cortas y su color tornasol dorado. Tampoco cuando le dio una serenata de zumbiditos y le comentó que creía conocer algunas agujas y algunos hilos. El abejón le contó de los faraones y las pirámides y de su ascendencia de histórica realeza. Nada. Apasionado, le propuso vivir juntos por el resto de sus 30 días de vida mientras le tendía una patita peluda. Los ojos del botón miraban, arrogantes y vacíos, hacia otro lado. Su corazón, le confirmó el viento, es también de plástico frío.
Eran los primeros días de mayo.
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