Es verdad. Volver es tener esa sensación única y especial de nunca haberse ido. Moverse entre trenes, U Bahns y S Bahns como si fuera el Barrio México de mi infancia. Adivinar el rumbo siguiendo solo los olores de la memoria. Entrar a la casa, mi casa y abrazar a Cornelia como si recién llegara yo de un viaje corto a cualquier país, pero que fue Costa Rica y duró 4 años. Sentirme en casa, mi casa. Sonreír de nuevo mucho.
Cornelia regañándome por estar gorda. Ponernos al día en los chismes como chiquillas de colegio. Alistar otra vez gallo pinto para la cena y hacer un drama latinaomericano por esa costumbre bárbara de hervir el arroz en bolsa para poder cocinarlo y que encima ni siquiera quede suelto.
Contarle a Cornelia que Fidel murió de un infarto y escuchar juntas a Malpaís. Traducirle un poema de Neruda, aquel de te quiero como se quieren ciertas cosas oscuras y presentarle a los presuntos implicados. Escuchar el disco que ella trajo de Cabo Verde, cantado a medias entre creole y portugués y poner el disco de las canciones del carnaval limonense y explicarle qué es el dengue y qué es el realismo mágico costarricense. Planear viajes imposibles a donde iremos juntas.
Salir con el abrigo y la actitud correcta para volver a ver la puerta de Brandenburgo. Almorzar el mejor spaghetti carbonara que he comido en la vida, en mi cafetería a la par de la Sinagoga nueva. Buscar mi panadería favorita, mis tomates secos rellenos con queso, la mantequilla gourmet, las frambuesas.
Volver a impresionarme como la primera vez con lo mal humorados que son los alemanes y en especial los berlineses. Comer Kuchen de ciruela. Ensayar un alemán que está bastante herrumbrado y que me prometo darle mantenimiento. Sentir en las gradas de la casa a los fantasmas, a aquellos muchachos que eran soldados rusos y saludarlos desde la parte del corazón que los percibe y decirles que no quiero verlos.
Subir y bajar muchas gradas. Recorrer mis pasos diarios. Ir al Pergamon por acuerdo mutuo y maravillarme de la cultura antigua y de todo lo que se han robado los alemanes. Querer saber cómo protegieron todo durante la guerra. Reírme de la escritura cuneiforme de la puerta lapislázuli de Ishtar, que dice, literalmente, construida por el rey Nabudaconosor en tal tal fecha y con tal costo, el equivalente histórico a las plaquitas que dirán “Administración Chinchilla Miranda”.
Admirarme de la belleza siria, persa, árabe, de su historia. Pensar que si todos viéramos todo esto o si al menos lo supiéramos, pediríamos a gritos, a diario, ayuda para Siria porque no puede ser que un lugar capaz de cosas tan lindas se esté destruyendo.
Ver a los grupos de chiquitines de la mano recorriendo el museo y preguntarme cómo será crecer expuesto a tanta cultura desde chico. Querer llevar mucho de todo para todos pero sostenerme la billetera por razones obvias y racionalizarlo diciendo que no llevamos mucho campo y que las maletas hay que llevarlas arrastradas hasta Frankfurt.
Berlín está en construcción permanente, desesperada, todo el tiempo. Ahora son otros los lugares, pero siempre las mismas grúas y cosas y la necesidad obstinada de devolver las cosas a cómo estaban antes. Antes es antes del nazismo. Antes, cuando eran la nación de pensadores y filósofos. Antes, cuando decir Alemania era decir cultura. Antes de todo lo malo. Antes del odio. Antes de la culpa. Renovarse, siempre renovarse. Seguir adelante. Dale.
Berlín es la foto de la abuela Margarita, que tanto se parece a Cornelia y que el abuelo Bernhardt, tan enamorado que estaba de ella, llevó en su billetera durante toda la guerra. Bernhardt, que era maestro y tenía los ojos dulces detrás de los lentes de sus anteojos redondos. Pregunto qué significó para un hombre que adoraba el conocimiento ser soldado, matar, ver a los hijos de Alemania en medio de la barbarie. Cornelia me contesta con los ojos y con palabras me dice que él volvió a enseñar, que incluso le dio clases a ella. Que hay una carta muy vieja y triste, que él escribe desde el frente de guerra, describiendo el paisaje, tratando de que las dos hijas, la esposa y la suegra que dejaba en la ciudad no se preocupen por él, pero a la vez, dejando entrever su tristeza por el horror que enfrenta.
Berlín es la obsesión de los alemanes por los datos, las bebidas que te venden en mLs, los tours que te hablan de la cantidad de litros que le caben al río, de los kilos de piedra que se están usando para tal cosa, del tiempo que tomó hacer tal otra. Datos, datos, datos. Ellos quieren datos. Los datos son ciertos, son ciencia, no mienten. Los datos son puerto seguro a diferencia de la tormenta confusa de los sentimientos.
Berlín es otra vez el zoológico en un día frío y lluvioso. La memoria de la abuelita que recuerda con asombro como en 1947 le daban de comer mucho pan al hipopótamo mientras los berlineses aun pasaban hambres. Entrar al pabellón de las loras y armarles una alharaca a punta de “holllla lorrrrrita” que todas reconocieron y contestaron. Querer abrazar a la gorila que tiene una cara desesperada y triste por el encierro. Ver al orangután bebé estar de pega con la madre, pegársele a una teta para comer y luego ir a despertar al gigante del padre. La foca que se luce deslizándose por la orilla para que los chiquillos se rían pero que nada en círculos neuróticos. Ver la estatua dedicada a los perros guías, por la comunidad ciega de Berlín. Y sentir la ausencia de Knut. Te extrañamos todos. No es lo mismo el zoológico sin vos. Hay una estatua del osito bebé tirado de panza “Knut der Träumer” dice, el soñador. Un osito que devolvió a una ciudad las sonrisas y los sueños. No está bien que estén encerrados, pienso. Pero están mejor aquí que en el Bolívar. Si no estuvieran aquí, tal vez no podríamos verlos nunca o ya no existirían. Ya lo he dicho. A mí los zoológicos me ponen existencialista, pero Marcelo quería.
Berlín soy yo y ella es a la vez mía.
En Instagram llevo un fotolog bien spammer de cada ciudad. Si tiene cuenta o si se anima a hacer una, mi usuario es moteconhuesillo. También las tuiteo (hence lo spammer), en Tw mi usuario es @SolentinameIsla
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