Con esto de la nadada, estoy tan fiebre que celebro los feriados porque puedo ir a nadar y para allá voy con todos mis chunchitos a cuestas aunque aun estén húmedos.
Después de un heroico esfuerzo de meses en pro de la cultura popular, el recuerdo folklórico y la recuperación de la identidad criolla, me vi obligada a abandonar la sabrosera de aguas de las piscinas de Ojo de Agua. Dije y sostengo que es la mejor piscina de Costa Rica, con agua fresca, helada, sin cloro, en perpetuo cambio y una piscinota enorme. El agua no es el problema. El problema es un salvavidas que de repente creyó que nuestra puntual asistencia los domingos tenía algo que ver con él y no con la piscina.
Se puso necio. Cogía nuestros aditamentos (juguetes) sin permiso para prestárselo a terceros. Nos tomó una foto sin permiso que me subió la chicha de los talones hasta las orejas y estuve a punto de arrebatarle la cámara para que la fuera a recoger al fondo de la parte honda, de solo imaginarme yo con cara de muerta y estas carnes en el Facebook de algún baboso. Insistía en saludarnos y despedirse de beso. Pero el colmo ya fue cuando no nos dejaba nadar en paz, basureando nuestro lugar de clases, insistiendo en darnos tips, clases y recomendaciones que nadie le estaba pidiendo y que sinceramente, le quitaban toda la gracia al chapoteo amateur. Así que no volvimos.
Además en clases ahora hasta los tuercas fuimos elevados de categoría y estamos en un plan que llaman pretemporada, como si algún día tuviéramos la oportunidad real de competir sin hacer el ridículo. En bonito, la pretemporada implica un esfuerzo dedicado, lento y disciplinado, dirigido a aumentar la fuerza, tonificar músculos y en general dejarlo a uno hecho un pescadito ágil y veloz.
En la realidad, implica nadar con patas (o sea, pies rotos y chimados, llenos de curitas, que no se curan entre una clase y otra y arden en puta) y nadar con draga, o sea, por puro gusto ponerse cosas que le restan a uno velocidad o el poco jale que uno tuviera. La parte de abajo es una calzoneta de malla con cuatro bolsas. La XL a mí no me subía de las rodillas, así que hubo que mandar a traerla. Arriba, una chaleco con 6 bolsas atrás y seis adelante, pero como raspa, por debajo una camiseta, que si es, como en mi caso, de punto, ya empapada añade como 10 kilos de peso y se le enrolla a una a la altura del pecho y levantar cada brazo es un esfuerzo titánico. Pero calma, pueblo. Ya me mandé a traer unas super modernas que evitarán- espero- esta chimazón axilar tan incómoda.
Hoy, como todo feriado, me presenté puntualmente exigiendo mi rutina, que ya va por 2.5 km con draga (ejem, ejem). La cumplí estoicamente, a pesar de un sol exagerado, un bochorno, la ausencia de brisa o sombra que le daba a uno la impresión de estar directo en la playa. Para rematar, en un día como hoy, una pisicina temperada es, básicamente, una mierda. Entre la temperatura artificial, el calorón de la mañana y el sofoco propio, se sentía uno como un chayote en olla de carne, con una sed del carajo y extrañando, por primera vez, las siempre heladas aguas de la piscina del Colegio de Abogados.
Pero ya uno sabe que se aguanta como los machos. Una se aguanta los pichazos contra el borde de la piscina cuando va en dorso. Se aguanta la sensación de avanzar despacísisimo. Se aguanta el pesimismo de pensar que nadar 200 metros sin parar es imposible. Se aguanta la sensación única que es nadar mariposa y quedar casi con daño cerebral a los 25 metros del esfuerzo. Se aguanta el sol amplificado por anteojitos de nadar amarillos. Se aguanta las ganas de bajarse 3 litros de lo que sea bien helado. Se aguanta el peso de la camiseta de punto. Se aguanta la ampolla en el dedito que le recuerda a uno ardiendo, a cada patada, que poco a poco va creciendo. O sea, una tiene su orgullo de tuerca principiante, carril diferenciado con adecuación curricular.
Pero cuando ya hace uno los últimos metros de afloje y sabe que logró lo que sea que le hayan puesto, los últimos 25 va uno en contentera de delfín marino, de los que les gusta lucirse, porque justo al lado de la piscina, hay dos duchas, una de chorrito fino, de anuncio y otra que es una cascada de agua helada, un masaje salvaje sobre el cuerpo.
Yo prefiero la refrescada de a pichazo. Aunque usualmente sirven para quitarse el cloro, hoy eran indispensables para quitarse la sensación de haber nadado en aguas termales de La Fortuna. Casi gateando subí las escalerillas y me acomodé en mi ducha favorita, a full, con la cara hacia arriba para asegurarme que el agua me golpeara de frente y me refrescara un poquito, a mí, la tuerquita que había nadado tanto, que estaba a punto de insolación violenta.
Es de las poquísimas veces en la vida que he realmente disfrutado un baño de agua helada. En el pelo, en la cara, en los hombros, en la espalda negrísima, en las piernas, al frente… me doy vuelta, me acomodo, le ofrezco al chorro un ladito y luego el otro. Me quedo casi diez minutos con los ojos cerrados entregada al disfrute de lo helado en un día ardiente.
Es probable que sin darme cuenta, hubiera estado haciendo… digamos que ruiditos, cada vez que el agua helada me masajeaba alguna de las muchas partes del cuerpo que se me maduran nadando.
Me di cuenta porque otro nadador salió de la piscina. Usó la ducha de al lado mío, la de chorrito finolis. Me obligó a abrir los ojos y a cerrar la boca cuando se me acercó y me dijo, muerto de risa, “¿Verdad que se siente rico?”
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