La playa no es lo mío. Por un lado, porque no se ve como en las fotos ni en las películas. La playa, en la vida real, está llena de bichos, algunos tan molestos y tan incómodos como las purrujas, que no salen en ningún anuncio. De calor, mucho calor. De humedad. De arena que se mete hasta lo más profundo y sigue saliendo hasta 10 días después del regreso. El mar está lleno de animalitos que se sienten atraídos por vestidos de baño amarillo intenso y te dan mordisquitos. Y en el suelo hay piedras que le pueden tijeretear a uno las patas.
La piscina tampoco es mayor cosa. Usualmente es espacio solo para remojarse, con una capa de grasa de los bronceadores. Orines de los chiquitillos. Hojas de tres o cuatro días y una sensación de agua estancada que no le quita nadie.
Pero en la U, después de muerta Mimí era mil veces mejor ir a la playa con la turba que quedarme en la casa de mi mamá, así tuviera que dormir en una tienda de campaña y entrar a Punta Leona con dos colados debajo asfixiándose debajo de cuatro edredones.
Dormir en tienda sonaba aventurero hasta que llegaba la hora de dormir. La tienda era un pequeño sauna, llena de mosquitos, con alerta de alacranes y un colchón durísimo. Había una sola ida al baño antes de meterse gateando a dormir, en un espacio no solo reducido sino que más encima compartido. Dormirse era una tragedia, porque no había mesa de noche, lucecita, lectura ni nada de los rituales citadinos. Uno se dormía de la insolación y el cansancio.
La verdadera tortura era despertarse, apenas salía el sol, ahogados de calor, empapados en sudor, con el vestido de baño puesto, añejos, rodeados del escándalo de monos, chicharras y pajarracos, solo para caminar lagañosos hasta el baño donde las coquetas ya tenían dominados todos los inodoros, enchufes y tubos para arreglarse para ese día, independientemente de la urgencia que uno tuviera. En ese baño colectivo, a nadie le importaba que te estuvieras orinando.
La vida se desarrollaba en las pocas sombras y en la noche, hablando a la par de la piscina, bailando en la disco, asistiendo a fogatas o con caminadas dizque románticas por la playa donde uno veía de todo, especialmente si eran noches de luna. Para rematar, esos despertares de madrugada impedían asumir el horario vampiro alterno, que suponía actividad nocturna y rulear de día, con el aire acondicionado a full y las cortinas cerradas para regresar a Chepe muy blanco y muy pálido y con ojeras marcadas. Eso estaba reservado para millonetas que podían pagar hoteles en Liberia.
Algunas noches llovía. Y la tienda no era impermeable. Entonces salíamos corriendo a montarnos al carro, bajar los asientos y dormir en la joroba, con las ventanas abiertas para no sofocarnos, sin sábanas- estaban empapadas- y a merced de la mosquitería. Los más cobardes se bajaban una botella de ron o de vodka para no enterarse de la picada.
La comida se nos pudría del calor o ya estando en la playa nos dábamos cuenta de algún olvido. El mini super era un robo a mano armada y nos cobraban tres o cuatro veces el valor de algo. Había días que desayunábamos M&M con cerveza tibia. La cena diaria eran salchichas con mostaza. De merienda, unas galletas canastita y un Gerber de manzana o de pera enfriado en la hielera llena de hielo prestado de amigos o robado del restaurante.
A los tres días, parecíamos zombies. Quemados, ardidos, mal comidos y mal dormidos, deambulábamos por el club a puro control remoto. Si nos broncéabamos cinco minutos más, era una quemadura de tercer grado. A los que tomaban se les había acabado el guaro. Alguien había regado atún con vegetales en la tienda y la peste impedía el sueño. Solo habíamos llevado un paño, que ya estaba lleno de arena y olía a marisco podrido.
En ese estado, nos acercábamos a las cabinas donde veraneaban amigos de la U, pero con sus familias. Algunas mamás, al vernos así de zarrapastrosos, se apiadaban y nos invitaban a pasar adelante. Nos daban dos o tres sanguches a cada uno, huevos duros, coca cola fría, sábila para las espaldas, calamina para las picaduras; mientras los hermanitos menores se abrazaban a los flotadores gigantes veían con horror cómo estos zombies volvían poco a poco a la vida. La mejor parte era después de comer. Nos daban permiso de una siesta y la mamá sacaba a toda la marimba para ir a la piscina, prendía aires acondicionados, cerraba cortinas y caíamos nosotros desplomados e inconscientes, en las camas compartidas, sin siquiera zafarnos las chancletas o correr las cobijas. Hasta echábamos burbujitas babeando de contento.
Ellas- las mamás- sabían que aunque éramos un grupo mixto, el sol, el hambre y el cansancio nos hacía inmunes a cualquier despelote hormonalizado. Estábamos en una condición primitiva y desolada y ellas, con corazón de mamá, de apiadaban de los pollitos en riesgo (nosotros) de las demás gallinas del gallinero. Acciones de esas típicas de “Dios se lo pague” y “No tengo cómo agradecerle” y despedidas de abrazo y beso e invitaciones a volver cuando tuviéramos necesidad.
Ese descansito recargaba baterías y sentíamos que podíamos con los días que quedaban. Ya no importaba la ropa arrugada o apestosa, el maquillaje derretido, los aretes perdidos o las cortadas tratando de rasurarse las piernas en condiciones tan malas.
El jueves santo, en la noche, nos sentábamos alrededor de la piscina a hablar paja. El cielo era perfecto. La noche fresca. Teníamos menos de 25 años y la vida en las manos.
Hasta que nos caía encima un grupo usualmente encabezado por la mamá generosa. En lugar de sanguches, traía un rosario en las manos. Otras mamás la acompañaban. Una abuela encabezaba de rezadora y atrás llevaba a una mamá con un radio de transistores, con Radio Fides a toda chancleta. Nos hacía levantados y ahí íbamos nosotros a la cola de la fila, muy serios y piadosos, repitiendo padres nuestros y aves marías, recogiendo otros muchachos indolentes en cada estación del vía crucis, para salvarlos de incurrir en el pecado de la lujuria, de la vagancia o peor aun del baile y del meterse al agua en esos días santos. Y el viernes santo lo mismo, dos veces al día. El sábado santo le pedían a la administración que cerraran la disco y apagaran los parlantes. Lo único que se oía era el duelo de la patria y ese versillo lúgubre viejilla beata:
Perdón Oh, Dios mío
Perdón e indulgencia
Perdón y clemencia
Perdón y piedad
Así aprendí antes de iniciarme en el ejercicio profesional, que en los clubes de playa privados no hay tal cosa como acciones generosas desinteresadas.
Todo, TODO- TODO se paga.
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