Las noticias avisaban que, finalmente, había muerto el hombre que tanta muerte había traído a Chile. Augusto Pinochet, poster boy del gorilismo militar, de la tortura, del golpe de Estado, de la dictadura, moría en olor a santidad, en su Santiago, sin haber sido juzgado nunca por sus crímenes y después de una cortísima estadía en un hospital de Londres, de donde salió en silla de ruedas para Chile, solo para levantarse sonriendo y caminar como si nada apenas se sintió a salvo en territorio impune, es decir, en Chile.
Yo pensé que ese día yo me alegraría mucho. De verlo morir. Yo pensé, muchas veces, que alguien como ese hombre tendría que sufrir en vida para pagar todo lo que hizo y lo que ordenó hacer. Pero no. Murió convencido de haber hecho lo correcto y rodeado de las mejores atenciones. No sufrió. Se confirmó que es falso que en esta vida, todo se paga. Que lo que se hace, se devuelve. Que el bien siempre triunfa al final. Esas son frases vacías que vende la tele.
Y las víctimas. Yo me imaginaba un fiestón y me sorprendió ver el silencio con que se recibió la noticia. No se abrieron botellas de vino, no hubo gritos de alegría, no sonó la voz de Víctor. No hubo asados, ni llamadas, ni nada por el estilo. Siguieron la transmisión de los acontecimientos, incluyendo la amenaza del ejército de un nuevo golpe si no le hacían un funeral de estado; en silencio.
Hoy, por cosas que pasan en la vida y particularmente por la muerte, lo entiendo. Me llaman a decirme que se está muriendo y yo me reviso por dentro y no siento nada. Nada. Me dicen que hizo mucho por mí cuando estaba chiquita. Es cierto. Pero también es cierto que lo pagué en sangre. De él aprendí que era cierto que hay personas malas en el mundo, aprendí los juegos de poder, las manipulaciones, las intrigas, las amenazas, los castigos, los efectos devastadores de la competencia y de las preferencias, los primeros ataques de pánico. Aprendí a quedarme callada cuando pasaban cosas que aun revivo en pesadillas, supe que el dinero compra silencios cómplices de cosas terribles. Me enseñó que la crueldad puede arruinar cualquier fecha, paseo o viaje, que las cosas se dirigen por plata, que la mentira funciona.
Ni siquiera lo odio. No sé cuándo dejé de tenerle miedo y cuando dejé de odiarlo. Sí sé que nunca lo quise, que nunca lo pude querer, que era una barrera infranqueable, porque uno no llega a encariñase con quien te tortura. Pero hoy no siento nada. Ni siquiera hay ganas de llorar, compasión o agradecimiento de los viejos tiempos. Ni siquiera ese viejo temor, la incomodidad, la sensación de estar sentada en un disco encendido de cocina, el temor de dar un paso sin saber qué parte del piso está electrocutada. Bien decía Benedetti que un torturador no se redime suicidándose, pero algo es algo.
Yo hoy tengo misma paz de las víctimas chilenas. Una dignidad calma. Una impasibilidad absoluta. No es refractaria. Es plenamente consciente. A él la humanidad no le dio para perdonarme mi inocencia. A mí la mía no me permite alegrarme jamás de la muerte de un ser humano, por más vil que haya sido su vida. Pero mañana, cuando salga el sol, el mundo será un lugar más seguro para mí y para Santiago. Un hijo mío no lo conocerá nunca. Un niño en alguna parte se habrá evitado ese peligro. Habrá uno menos.
Y yo, que aun estoy aquí, cerraré los ojos y diré por dentro que ojalá haya encontrado paz en sus últimos momentos. Por lo demás, no me importa si se va al cielo o al infierno o qué le pasó, cómo, dónde y cuándo. Y me sentiré más libre, sin esa sombra, sin ese miedo. Se terminó. No más. Finalmente.
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