En los sesentas los hombres se rebelaron contra el poster boy de la guapura masculina que emulaban sus papás. Ese Gardel repetido por toda América Latina, de pelo para atrás, engominado, lampiño, camisa blanca, traje perfecto, olor a colonia, sonrisa ganadora, caballeroso y romántico; dio paso a su antítesis: el hippie pelilargo, añejo, de ropa de colores estridentes, barbas crecidas como apóstol de Jesucristo, pero siempre enamorado, esta vez bajo la bandera del amor libre.
Mi generación también fue una antítesis.
Ella siempre me dijo que estudiara, que estudiara, que estudiara. Que sacara una carrera. Que no pensara en novio antes de terminar el estudio (tampoco es que fuera un riesgo real en mi caso). Que no me viera nunca obligada a depender de nadie. En eso estaba de acuerdo con Mimí, que me taladraba las oportunidades que yo tenía y que ella no tuvo. Mi mamá no terminó la Universidad porque empezó a trabajar. Mi abuela paterna –Mimí- no terminó la escuela. Las dos me agregaban “¡Y cuidado con una panza!” pero no especificaban en cómo evitarlo. Y era curioso considerando que las dos tuvieron hijos ilegítimos. Ella a mí y Mimí a Alejandro y a mis tíos.
Lo intelectual, lo académico, era la vía para el logro, para no optar por un matrimonio sin amor o simplemente, para no optar por el matrimonio.
Una mujer educada, leída, capaz, independiente, era la antítesis de esa mujer de la generación previa, que todas las semanas iba al salón a hacerse las uñas y el pelo. Para mi generación, ser coqueta era sinónimo de ser tonta. Usar escote o minifalda, vestido o tacones, encajes o vuelos; de estarla pidiendo a gritos, obligada a vender el cuerpo por no saberse ganarse la vida. Preocuparse de aretes y maquillaje, evidenciaba una cabeza llena de aserrín que estudiaría si acaso MMC y nosotros nos reíamos de ellas, sintiéndonos más, pero a la vez, sintiéndonos solas.
Como resultado, no aprendimos (o no aprendí) esa faceta de ser mujer y la sola idea ofende. Yo – y las que somos como yo- discutimos de tú a tú, pero no nos prestamos a estupideces. No sabemos reaccionar ante un halago personal o ante un piropo.
Por ejemplo, El: – Tu pelo se veía como de anuncio de Pantene. ¿Te lo fuiste a planchar el día antes? Yo: -¿Cómo se te ocurre? Me lo aplancharon en la tele. Yo no soy de andar en salones. El: – Okeeeeyyy… yo solo quería decirte que te veías bonita. Es todo.
Ella insistía en que nunca le sirviera a un hombre. Nunca. Que no me doblegara ante una doble jornada. Que estudiara para que me librara de esa condena que se llama ama de casa. Que no había peor infierno, peor castigo, que un hogar. Que ganara mi propia plata. Que mi vida fuera mía, sin tener que estirar la mano ni pedirle nada a nadie.
Pero de camino, me quedé sin aprender a cocinar. Cuando Mimí me llamaba a la cocina para que pusiera atención, a los gritos le decía que no era necesario, que yo sería alguien con título en la mano y que no necesitaba saber si era mucha o poca sal ni palmearle tortillas a ningún maricón. Hoy, cuando quisiera replicar los sabores de la cocina de mi abuela, tengo que conformarme apenas con el recuerdo.
Me quedé sin aprender a hacer oficio. No sé barrer bien. Mucho menos encerar. Se me hacen ampollas en las manos porque las usé solo para pasar páginas pero nunca para que una casa se viera limpia. Lavar platos no tiene ciencia y no cuenta. Pero me da vergüenza cuando me doy cuenta que paso la escoba y es como si no la hubiera pasado y que tiene una técnica que es sencilla, pero que me es ajena.
Peor todavía, plancho gracias a almidón en spray. Todo lo puedo en Niagara, que me fortalece. Mimí lavó ajeno para darle de comer a sus hijos y siempre dejaba las camisas perfectas. Cuando veía a alguien arrugado, me decía “Mirá, pobrecito. No tiene quién lo quiera, quién se ocupe de él, anda todo arrugadito”. Tampoco aprendí a planchar perfecto y con alguna frecuencia hasta quemo mi propia ropa. Yo, en mi afán de no ser sirvienta, insulto la fuerza del trabajo de mi abuela. Y cuando veo a Marcelo salir de la casa con una camiseta arrugada, lo paro en medio camino, lo devuelvo, lo dejo pasando frío hasta que plancho la camiseta, porque ¿qué va a decir la gente? ¿Qué no tenés quien te cuide, quien vele por vos, que andás así de hecho mierda?
No sé coser y tengo que pagar por fuera para que me hagan ruedos. No recuerdo la última vez que pegué un botón y la ropa con huecos se desecha, porque si la trato de arreglar, queda peor.
Mi abuela materna, que del infierno goce, bordaba, cosía y además tejía. Me trató de enseñar varias veces. Las mismas que le dije que eso eran costumbres de chiquitas ricas de Cartago que no tenían nada mejor que hacer que tapetes para las mesitas de las salas y los brazos de los sillones.
Queríamos ser abogadas, ingenieras, administradoras, doctoras, gerentes, dueñas del medio de producción. Barbie ejecutiva. Barbie sin casa rosada. Barbie con Ken por gusto y no por el que dirán. Creíamos que el cielo era el límite y no sabíamos que la jaula tenía cielo raso con nubes pintadas. Que era un espejismo, que tarde o temprano llegaríamos al tope o a la maternidad, que en esta sociedad, muchas veces viene a ser lo mismo.
Y, a la vez, revistas como Vanidades y Cosmopolitan nos decían que nos merecíamos la vida en las playas de Ibiza y en Montecarlo. Que la ropa de los desfiles de moda era lo que una mujer de mundo usaría. Que aun habían príncipes disponibles. Que el amor seguía siendo el mismo que hacía 50 años, con los mismos trucos de hembra. “Ser mantenida no es tan malo– te susurraban- la amargazón tuya es porque no encontrás quien te mantenga”
El cine y la tele la reforzaba, con mujeres tan falsas como perfectas, con finales felices, con estereotipos, sin revelar que eran imposibles, con príncipes y príncipes y más príncipes; porque esa bipolaridad de vida, libre y a la vez princesa, mujer y a la vez humana, era posible, decían. Es cosa de casarse con un millonario e irse a vivir a Miami.
Y una, libro en mano, cara lavada, sin técnicas de conquista, inútil en las artes de la casa y de la cocina, educada como una princesa ¿Qué hacía?
¿Qué hace uno cuando pasa los 30 y se da cuenta que hubiera querido ser más femenina pero que no puede, que le incomoda? ¿Cuándo quiere servir, cocinar, barrer o hacer oficio, por cariño al lugar donde vive o la gente con la que vive, pero termina con las manos en carne viva? ¿Cuando quiere cocinar por gusto, sabroso, sin cosas pre cocidas, sin recetas bajadas de internet en la mano, sin tener que ir a comprar algo hecho? ¿Cuando quisiera usar maquillaje y queda como un payaso? Cuando se da cuenta de tantas cosas que se negó o le estuvieron negadas y que no estaban mal por sí mismas y que era posible combinarlas.
Volver a aprender. Solo eso queda. El ensayo incómodo del adulto que recién aprende lo que debía traer desde niña. Reconsiderar ese desprecio histórico hacia lo casero.
Veo a la señora que trabaja con nosotros y la envidio. Cocina rápido y rico. Ha zurcido cuanta cosa se encuentra con un huequito. Hace reparaciones menores. La casa está como un ajito. Yo, con todos mis títulos y mis lecturas, me siento menos mujer que ella. Y sin embargo, en este sistema de mierda, no se reconocen sus habilidades. Pero la verdad, tampoco las mías. Nos siguen pagando menos por el mismo brete.
No se equivoquen. Yo no quería ser otra. Quería ser más. Quería estar más … completa. Quiero cocinar para Santiago. Hacerle algo más que una tortilla con queso. Quiero recibir un halago, aun en mis 40, con elegancia, sin sacar las uñas. Quiero a un hombre caballeroso, que me trata bien por cariño, que no se inhibe por miedo a que le recuerde que yo puedo sola. Quiero menos libro y más encaje. Menos poder y más cocina. Menos letras y más agujas.
Ni ella ni Mimí saben esto porque nunca les he reclamado. Sería reconocer la derrota de lo que ellas creían que habría sido el camino de mi liberación y que a veces, en días como hoy, siento que me quedé a medio camino.
Sí, sí. Probablemente sea las crisis de los 40. Será cosa de terapia.
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