Nos sentábamos a comer. Mis tres primas, mi abuela, y mi primo menor, Rodolfo.
La mesa estaba lista y con mucha hambre en el ambiente. Yo contaba los segundos para que mi abuela terminara de pedirle a dios que no le faltara el bocadito nunca a ninguna de sus criaturas y demás sandeces para atacar el plátano maduro y asegurarme que la ensalada rusa se repartiera en porciones matemáticamente idénticas. Antes de sentarme, había negociado los intercambios del hígado que tanto odiaba aunque me costara una de mis adoradas aceitunas.
Justo con el plato servido, todas listas para comer. Mi primo, feliz, anunciaba:
“Abuelita, me hace falta un tenedor…”
Mi abuela ni siquiera levantaba los labios y ordenaba a alguna de las tres:
“Lévantese y tráigale el tenedor a Rodolfo…”
Y la víctima tenía que hacer la pirueta completa, dejar el plato servido, expuesto a los ladrones, caminar hasta la cocina y traer el tenedor a Rodolfo que mientras tanto mecía las piernitas por encima de la silla que le quedaba grande y comía con las manos mientras la sierva de ese día le hacía llegar su cubierto.
Yo veía aquello con malos ojos y confiaba que por la edad, apenas dos años mayor que Rodolfo, no me tocara nunca tan humillante tarea. Pero me tenía que tocar y me tocó:
“Anda vos y le traés el tenedor a tu primo”
En lugar de aceptarlo con servilismo, me alcé contra siglos de machismo latinoamericano, boté el plato al levantarme y me puse a gritar a pulmón partido:
“PORQUE PUTAS TENGO YO QUE IRLE A TRAER EL TENEDOR A ESTE HUEVÓN, AH?? QUES, QUE ACASO ES MANCO, CIEGO, RENCO, SORDO, PARALITICO ESTE HIJUEPUTA?? NO PUEDE CAMINAR TRES METROS A LA COCINA POR EL PUTO TENEDOR?? TANTO LE PESAN LOS HUEVOS???”
Mi abuela me clavó los ojos y no me dijo una sola palabra. Rodolfo siguió meciendo sus piernitas gorditas debajo de la mesa como si no hubiera sido con él lo de mi declaración de independencia. Mis primas ni siquiera apoyaron el connato de rebelión… siguieron comiendo como si nada.
Todos esperaban que me diera cuenta de que nada servía el escándalo, que yo, de todos modos, iba para la cocina por el tenedor del chiquito y era más bien afortunada de que mi abuela solo me hubiera censurado con los ojos, porque esa explosión mía era digna de eso de recoger los dientes del piso o dejarme la boquita viendo para el culo, como solía decir ella para corregir los hocicos de alcantarilla de sus díscolas nietas.
Fúrica, me encaminé a la cocina pensando cómo y en dónde clavarle a Rodolfo el tenedor para que se abstuviera de por vida de esos vicios de pachá. Pero el dolor de haber sido ignorada fue más fuerte que yo, y se me salieron lágrimas de la cólera. Con el tenedor en la mano, me senté en el piso de la cocina a compadecerme un ratito porque no les iba a dar el gusto de verme llorando por algo como esto.
Mi abuela entró en la cocina y me levantó del piso y me sentó en sus regazos y me acarició el pelo igual que como otras veces en que yo había estado muy triste. No me dijo nada. Pero yo sí le dije algo entre lágrimas y mocos jalados:
–Es que no entiendo. ¿Porqué nos mandás a nosotras a servirle? ¿Qué querés?¿Convertirlo en un tirano? Los machistas son malos, abuela, malos. A él nada le cuesta hacerse sus propias cosas.
Mi abuela me respondió con sabiduría:
–Sos vos la que tiene que entender. Vos no le servís a él. Es él el que no sabe cómo hace nada. Que te sirva de lección para la vida, Sole, que a los hombres se les hace de todo no porque manden o sean más fuertes, es simplemente porque son unos inútiles.
Desde entonces, no discuto nada de estos roles y cuando me siento revoltosa, recuerdo que no es que yo me esté dejando, sino que les ayudo a disimular sus deficiencias y los dos estamos contentos.
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