A los 6 años, Mimí le anunció a mi bisabuela Brígida que abandonaba la escuela, que se iba con el circo que visitaba en aquellos días Nandaime. En lugar de volverle la boca al revés, mi bisabuela le preguntó porqué. Mimí le dijo que la habían escuchado cantar y que le dijeron que cantaba como un pajarito. Que si le daba permiso. Mi bisabuela dijo que no. Hasta ahí llegaron los planes circenses. Mimí decía que no había querido escaparse.
A los 16 años, a Mimí se la trajeron engañada para Costa Rica. Mi tío abuelo le dijo que era apenas una escala en el viaje a Buenos Aires, donde se harían famosos en los programas y concursos de radio, con Mimí cantando como un zorzal criollo, la versión femenina de Carlos Gardel. Mimí aceptó de inmediato y empacó sus pocas cosas y se vino. Pero la escala se hizo vida y se quedaron aquí. A veces yo le preguntaba a Mimí porque suspiraba cuando hablaba de Buenos Aires. Siempre me dijo “Buenos Aires es París en América del Sur”. Y me remarcaba el París. Y me lo decía con ese drama que solo conoce el que ha llorado un tango.
A los 60 años, Mimi cantaba todo el día. Cuando cocinaba, cuando se levantaba, cuando hacía oficio, cuando escogía frijoles, cuando tendía la ropa, cuando la estaban oyendo. Sobre todo cuando la estaban oyendo. Su momento favorito era cuando tomando café, comentaba “El padre Blanco preguntó el domingo en misa que de quién era esa voz tan melodiosa. Era la mía”. Y no le daba pena, no. Se sentía orgullosa.
A los 65 años, Mimí no se perdía los programas de concurso de la televisión nacional. Todos los veía, los de Crespi, los del 7, lo que hubiera. Su parte favorita era la de los concursos de canto. Analizaba cada concursantes, se adelantaba al jurado, opinaba sobre la selección de las piezas y celebraba cuando a algún pobre desafinado le sonaban la trompeta. Por años, se reía a carcajadas de una señora que cantó algo de un gorrioncillo pecho amarillo. La imitaba en sus graznidos y luego enseñaba a la audiencia cómo se cantaba bien esa pieza. Y todos coincidían en que Mimí lo hacía sobradamente mejor.
Yo creía que Mimí gozaba con el mal ajeno. Pero no. Mimí un día me preguntó, si yo la acompañaría a uno de esos concursos pero sin contarle a nadie. Que no se animaba a ir sola. Que ella cantaba mejor que cualquiera de esos. Mimí no quería el premio. Quería cantar. Y yo no lo supe en ese momento y me negué a llevarla. Te hubiera llevado, Mimí. Y hubieras cantado.
A los 70 años, Mimí convencía a todo adulto dispuesto a que se la llevaran de fiesta. Iban a un negocio en El Pueblo, donde cantaba el Che Molinari con todo y bandoneón. Mimí se le sentaba a la par y amanecía cantando. No paraba. Se conocía todos los tangos. Tenía don de escenario, porque entre tango y tango contaban anécdotas y cosas y se reían. A mi mamá le tocó llevarla una vez y mi mamá amaneció dormida sobre la mesa mientras Mimí cantaba y cantaba.
A mis 3 años, mi primera memoria de Mimí es verla cantando. Mi favorita, la que más recuerdo, es un cuplé de Sarita Montiel “Nena”. Yo dejaba lo que estuviera haciendo y me iba a poner a la par de ella cada vez que escuchaba “sus negros ojazos en mi alma clavó…”
Poco antes de morir, un día cualquiera, estábamos sentadas en el sillón de la sala. No sé porqué le dije, tal vez por única vez, que me gustaba oírla cantar. Y sonrió agradecida, porque nadie de la familia le daba pelota con eso. La choteaban.
Me dijo ese día que ella, desde chiquita, desde aquella vez con el circo, se había dado cuenta que todas las cosas tenían música. Yo le dije que no le creía. Mimí insistió en que sí, que hasta mi nombre tenía música. Yo no quería discutir con ella y le sonreí. Entonces me lo demostró:
“ ¡Aleejaaandra!”
Alargó las vocales y le dio efecto a la jota. Hizo una r sonora, sin arrastres. Perfectamente afinado. Su cuerpo entero era resonancia.
Tal vez por eso yo recuerdo exactamente cómo sonaba la voz de Mimí cuando me decía que me quería, como cuando cantaba mi nombre.
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