En medio del almuerzo de 35 apresurados minutos, mi amigo me cuenta los detalles de su última bronca con su flamante esposa:
“Ella dice que yo me concentro demasiado en el trabajo, que no me gusta salir, que casi no salimos a pasear, que tengo muy pocos amigos, que no soy muy sociable… “
Antes de que siga con la lista, yo, ejerciendo mi condición de pañito de lágrimas, meto la cuchara y opino:
“Pero diay, eso no son defectos. Eso sos vos! Así, medio cadáver, desde hace, qué? 15 años que te conozco?”
El abre los ojos enormes y me hace un gesto de esos que podríamos traducir al lenguaje escrito como “Obvio. Si es justo lo que yo digo”
Sigue quejándose/lamentándose. O haciendo catarsis. Yo quiero saber cómo le puso fin a esa nueva crisis. Me dice que amenzándola con dejarla. El suspira, porque no se siente orgulloso de eso. Yo suspiro, porque la verdad me duele verlo triste y en esas. Me dice que le cela a los amigos que no son de su círculo, como yo. Que es difícil, de verdad, vivir con otra persona, que él jamás se lo había imaginado. Que no sabe cómo salirse de eso. Que no quisiera que las cosas fueran así. Y muchas otras cosas. Aunque el sol brilla y sopla un vientito suave y estamos sentados afuera y comemos rico y hace mucho que no nos veíamos, se nos nota a los cómo nos vamos desinflando a poquitos a tal punto que a veces no decimos nada y solo vemos la comida.
Hablando del diablo y él que se asoma, suena el celu de mi amigo. Es su flamante esposa. Miento. Es una escena de una novela venezolana. Ella pregunta/increpa dónde estás, qué estás haciendo, con quién estás, para dónde vas luego, a qué hora venís. Y el responde con monosílabos a todo. Con ese tono de resignación que me permite imaginarme perfecto de qué es lo que ella se está quejando.
Le avisan de una emergencia y terminamos de atragantarnos la comida, pagamos mientras nos tomamos el último trago de agua y nos levantamos de la mesa a la vez que nos terminamos de pasar la servilleta por la boca.
Paso la tarde pensando en lo que me dijo y en lo que estará viviendo. Y no se me ocurre cómo ayudarlo más allá de escucharlo. Que en esas dinámicas rara vez hay una sola víctima y un solo victimario.
Me voy a clases de alemán. Mi teléfono, en silencio. Y empieza a timbrar. Una, dos, tres. Cuatro veces. Empiezo a temer que sea una emergencia así que me levanto y salgo a las gradas del pasillo.
“Aló”
“Solentiname? Puede hablar un momentito?” (Es tarde y estoy cansada. Es un número privado. No reconozco la voz)
“Sí”
“Ya lo sé TODO. TO-DO!!” A gritos, para rematar.
En dos segundos, me pasaron por los ojos Marcelo, las novelas, mi amigo, los escándolos de mujeres histéricas, los escándalos que yo he presenciado de cuerpo presente de mujeres histéricas, el manual interno de manejo de emergencia ante un papelón no solicitado en lugar público, cómo explicaba que no había nada, NA-DA qué saber, porqué sentía miedo si no había hecho nada, si debía o no dar explicaciones respecto a mi código de conducta respecto a hombres casados y las restricciones que aplican, o mi regla de que uno no se coge a los amigos y ante todo, COMO PUTAS me salía de eso. Me sentí un poco mareada, se me secó la boca, casi me voy resbalada por las gradas (de culo, agrego) y a pesar de mi recién instaurado tratamiento de largo plazo contra las migrañas, el inicio pulsante de una de esas (pero triunfó el medicamento. Una maravilla, el doc y el pastillero). Fue como estarse ahogando. En dos segundos.
Pensé que me iban a tirar el teléfono. Pero no.
Baste con decir que se me murieron todas las amebas. Y saladas, porque con esta dieta me toca comer yogurt hasta la semana entrante. Mientras tanto, ahí veré como me la juego sin flora bacteriana.
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