Eli,
No sé si te he contado alguna vez de don Salo. Era un amigo de mi abuela Mimí, que llegaba a veces, normalmente los sábados a almorzar con nosotras. Pero solo con nosotras. Si estaba alguna de mis otras primas, don Salo no estaba. Conocía a Mimí de hacía muchos años, porque Mimí había trabajado de costurera en la fábrica de él.
Eli, no sé porqué, pero cuando don Salo llegaba a almorzar, siempre habían huevos duros. Siempre, Eli. Huevos duros sin nada más que el huevo, ahí, en un platito para que cada uno se sirviera. Yo no recuerdo la primera vez, pero sí tengo muy claras todas las demás veces que dije esto mismo: “Don Salo, cuénteme otra vez lo de los huevos!”.
Mi abuela no decía nada, pero le daba su espacio para que él decidiera si cedía a mis necedades. El hacía una pausa, probablemente para abrir el sobrecito amarillento de la memoria: “A veces, cuando estábamos en el campo, conseguíamos un huevo. Un huevo para dieciseis. Entonces lo hacíamos duro y lo cortábamos así– me decía, a la vez que cortaba con precisión de bisturí 16 tajaditas delgadísimas- y nos comíamos cada uno una tajadita. Y a veces eso era todo lo que comíamos en un día”. Y yo, impactada, me decía por dentro que un día de estos iba a intentar pasar el día con una tajadita delgada a ver cómo me iba.
Después de comer, buscábamos en el patio dos hormigas, y en media sala, armábamos un hipódromo para ver cuál hormiguita llegaba primero. Les poníamos azúcar, las empujábamos, les hacíamos porras. “Las carreras de nosotros eran con piojos“, me decía “A veces apostábamos un pedazo de pan rancio”
Y a veces, casi todos los sábados, me sentaba en sus regazos y me contaba historias de un lugar lejano que se llamaba Europa. Y yo siempore le veía los brazos. Sus brazos fuertes, fibrudos, y aquel numerito azul en el antebrazo. Don Salo me dejaba tocarlo “Quién le hizo ese número, don Salo?”. Y siempre bajaba un poco los ojos al contestarme, pero con la voz muy firme:”Los alemanes, Sole“. Yo insistía en saber porqué, aunque me había contado ya muchas veces “Porque soy judío, Sole. Me llevaron a un campo de concentración. Un lugar horrible. Me hicieron este número y a veces comíamos huevos, a veces no comíamos nada y a veces hacíamos carreras de piojos. Ahí pasaron cosas terribles. Pero yo estoy vivo y eso es lo que importa”
Así fue Eli, como yo, a los 8 años, ya sabía de los Holocausto, los alemanes, los nazis, los judíos, la Europa, las tajadas de huevos duros y los números azules que alguna vez gente demasiado cruel, gente que no merece el calificativo de ser humano, estampó en los brazos de las personas.
Y en Berlín, Eli, ese no es un cuento de hace 70 años. Aquí está presente en todas partes, en cada esquina, en cada casa, en cada barrio. Ha sido difícil, pero poco a poco Alemania entiende que sus monumentos son para sus errores históricos. Que su futuro no se podrá explicar nunca si no se asume su historia.
Está, por ejemplo, el memorial a los judíos asesinados en Europa. Un lugar inquietante, donde te internás en una cuadra de bloques de concreto grises, que van creciendo de tamaño, hasta que de repente perdés la luz del sol y la orientación y estás en medio de un laberinto, atrapado, sin posibilidad de salir a ninguna parte. Esa sensación de animal perseguido que sabe que el cazador le sigue los pasos y que es solo cuestión de tiempo.
Hay una colección de tarjetas postales, que las personas deportadas escribían a toda prisa, con la letra corrida, manchada de lágrimas y las tiraban desde el vagón de ganado donde los llevaban a su muerte; con la esperanza de que alguien las recogiera y las pusiera en un buzón. Tal vez les daba la esperanza de haberse despedido, de darle a su familia la mala noticia pero a la vez la certeza de lo que les había pasado. En todas, Eli, en todas, dicen cosas como “Cómo me gustaría abrazarlos una vez más y decirles lo mucho que los quiero”, “Ustedes tienen que ser fuertes y seguir adelante” y “Es posible que esta sea la última vez que les escribo”.
Está la estación de Grünewald, desde donde se deportaron a todos los judíos berlineses. El piso y las paredes son lajas de concreto, donde se detalla cada transporte, la hora, la cantidad de gente, el destino, los nombres de cada uno. Son tantos, Eli, tantos, que toda la estación es un memorial a ellos. Y sabés qué es lo peor? que alrededor de esta estación hay casas, casas de familias, con jardines y ventanas que dan directo a la estación y que estaban ahí ya para 1930. Casas de familias que nunca dijeron nada. Que hoy, siguen sin decir nada. Que con su silencio aprobaban y siguen aprobando aquel mar de gente que cada semana inundaba con sus paquetes y sus maletitas y sus abrigos y sus hijos y su dolor ese lugar.
Es una ausencia que está tan presente, Eli, sobre todo en este barrio donde trabajo y estudio, que era el antiguo barrio judío y que hasta 1989, estaba detrás del muro, en Berlín Oriental. Vas caminando por la acera y te encontrás de repente adoquines como éste. Y dicen “Aquí vivió Alejandra Montiel. Nacida el 14 de junio del tanto. Deportada el tanto del tanto, asesinada el tal de tal fecha en tal campo de concentración. ” Nada de fallecida. Las cosas se dicen por su nombre: “Asesinada”. Y a veces, por esquina, son 2, 5 ó 15. Y cuando ves que son tantas, te parece estar viendo a la gente de colores sepias y transparentes caminando por esa misma acera.
Las piedritas existen porque te desesperás un poco al pensar que tus hermanos, tus papás, tus amigos, pasaron por el mundo y que nadie sabrá nunca de ellos. Por una necesidad de que alguien sepa que alguna vez estuvieron vivos y eran personas que querían, que se reían, que comían, que trabajaban, que hacían lo que hace cualquier persona. Es un remedio contra el olvido.
En mi estación de tren, de la que me bajo todos los días, hay una estatuta. Tres niños contentos, con bultos, cuadernos, de la mano, en medio salto. Abajo, la placa “Trenes al oeste. Trenes a la vida“. Y en la misma estatua, pero al otro lado, los mismos tres niños. Tristes, flaquitos, llorosos, con la ropita hecha harapos y esa estrella infame que dice “Jude” en letras góticas. Y la placa “Trenes al este. Trenes a la muerte”.
Y cuando entendés qué es lo que estás viendo, Eli, cuando pensás en las familias desesperadas que le entregaron a un desconocido a su hijo mayor para que lo salvara; que los mandaron a Londres; los que le creyeron a Yzhtak Rabin y le entregaron a sus hijos antes de que fuera demasiado tarde para que los llevara a Palestina, con un beso, tal vez una foto, una bendición; los que tomaron el tren a la vida. Y los que se quedaron. Los que se quedaron y luego, en su estación, en la estación de su barrio, de su ciudad, de su país, fueron deportados para ser asesinados. Cuando pensás se te hace un nudo en el lugar donde debe estar el alma. Y entendés porqué, todos los días, pero absolutamente todos, alguien pone flores frescas en las manos de las estatutas de los niños tristes.
O vas caminando, explorando el barrio y de repente un parque, con sauces llorones y enrejado. Yo te conozco y sé que de curioso, igual que yo, irías a meterte. Y sentirías, como yo, eso que tiene esta ciudad, la fuertísima presencia de los ausentes y como una tristeza antigua, muy fuerte. Una melancolía, como escuchar una canción dulce y triste de un violincito que toca una gitana viejita a la entrada de un mercado de las pulgas. O como un poema de Paul Celan.
Para darte cuenta después, Eli, que ese era el antiguo cementerio judío y que debiste haberte cubierto la cabeza, Eli, por respeto. Aquí estuvo además el primer asilo de ancianos, que se suicidaron todos cuando la Gestapo anunció que se los llevaría. Y luego de despedazar el cementerio, usaron el asilo como centro de recolección de los deportados. Aquí, en medio barrio. Hay una estatua con 15 personas que parecen derretirse, esperando, esperando. La gente viene y les pone una piedrita. Hay muchísimas.
Yo pregunté porqué una piedra. Y me dijeron “Las piedras representan la eternidad de Dios. Dios es eterno, no tiene ni principio ni final, igual que las piedras. Las flores, en cambio, como la vida, se marchitan y se mueren”. Y entonces- te reconozco que con lágrimas en los ojos- yo también recogí una piedrita del suelo y la puse, por las víctimas.
Eran 600 mil, Eli, solo en Berlín. 600 mil. Totalmente asimilados, con nacionalidad alemana, pasaporte alemán, idioma alemán, educación alemana, con vecinos alemanes. Nunca vivieron un un ghetto. Con una comunidad progresista liderada por una mujer, basada en la igualdad, con árbolitos de Hannukah y hasta órgano de iglesia cristiana en la sinagoga. Tan progresista, que hasta se formó una segunda comunidad con los que eran más conservadores, pero siempre en el mismo barrio.
De esos, 55 676 fueron deportados. 55 676. Yo vi los documentos que los obligaban a llenar y a firmar, entregando sus casas, los inventarios de muebles y ropa, la orden de usar el Israel o el Sara. Porque los nazis eran mortíferamente ordenados. Porque quedó el registro detallado de lo que hicieron con cada persona.
Vos, tendrías que haber firmado, digamos, “Eli Israel XX”. Yo, “Solentiname Sara YY”. 55 676, Eli. El día del Shoa, leen todos sus nombres, completos. Les toma en total 30 horas. Pero los leen, uno por uno. Se cree que unos 20 mil sobrevivieron en la ciudad, clandestinos. Hoy, la comunidad son apenas 12 mil.
Eli, no me vas a creer, pero algunos de ellos, hoy viejitos de bastón y sombrero, eran niños de 10 años cuando los deportaron. Vieron morir a todos. Pero regresaron. Y cuando algún turista baboso pregunta porqué, te responden que porqué no. Berlín es su casa, Alemania su patria. Ellos siguen siendo alemanes. No hay nazi ni gobierno que les pueda quitar esa victoria de la vida y de la memoria. Y a veces los ves caminando por la calle, saludando al pulpero, al panadero, a los vecinos. Deteniéndose un segundo a leer uno de los adoquines del recuerdo y a darse permiso de un suspiro.
Vos creerías, Eli, que cuando la hisotria te golpea así en la cara, no hay forma de negar el holocausto. Que ante la evidencia viva de tanto sufrimiento, no hay espacio para antisemitismo. Que no hay espacio para que algo así se repita aquí o en cualquier parte del mundo. Y eso es cierto aquí porque es un delito. Pero vi gente cuestionar la decisión de los que regresaron, como si no tuvieran derecho. Gente que insiste, con desprecio, en que es una tontería leer todos los nombres porque no todos se pueden haber muerto. Que solo los que ahora son cenizas deberían ser recordados. Que cómo se sabe que son exactamente esos, que pudieron ser menos. Europeos, del primer mundo, con todas las oportunidades, cuestionando con sarcasmo su propio pasado.
Entonces, Eli, cuando ves todo eso de cerca, cuando deja de ser un libro, cuando deja de ser la historia que vos me contás de tu abuela, cuando no es una película. Cuando es mi barrio, mi edificio, gente como yo y como vos, vidas de las personas, de repente de alguna forma a gotitas te va cayendo la enormidad de la barbarie, de lo que pasó.
Y ves que al menos, aquí han hecho más que en muchos países latinoamericanos, donde hay también víctimas, desaparecidos, asesinados. Donde aun se prohíbe el recuerdo. Será tal vez que también tenemos que esperar 60 años, a que los sobrevivientes sean viejitos de bastón y sombrero, incapaces de hacer algo.
No te cuento todo esto para hacerte sentir mal, Eli. No es tampoco mi intención aburrirte. Te cuento porque sé que vos entendés perfecto cómo me siento. Porque hoy entiendo lo que dijo Adorno: “Después de Auschwitz, no se puede escribir poesía”. Porque a los dos nos late el corazón del mismo lado. Porque necesito contártelo y contármelo. Porque no quiero que se me olvide nunca, esto que siento.
Y hay días Eli, cuando me topo de repente con cosas así, al cruzar una calle, dar vuelta a una esquina, explorando una cuadra, cuando llego a la casa tengo como una ansiedad, una nostalgia y quisiera llegar corriendo a la casa de mi abuela y ver a don Salo sentado en el sillón de la sala. Y quisiera sentarme en sus regazos y abrazarme a él y llorar todo lo que aquí no he podido llorar y desahacerme de este nudo que tengo aquí y pedirle, por favor, que nos perdone. Que nos perdone a todos. Que yo jamás hubiera querido que él ni a nadie le pasara algo cómo ésto. Que nos perdone, de verdad, que nos perdone a todos.
Sole
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