El tío y la tía impresionan como personas mentalmente sanas. Tienen un bed and breakfast en Hamburgo y cada cierto tiempo viajan a las diferentes ciudades a visitar a los familiares. Todos los años viajan por seis semanas a destinos lejanos. Ya han estado en Costa Rica, Africa y Tailandia. No quieren repetir nada, quieren verlo todo lo que les alcance el tiempo.
Cuando los conocí, de inmediato me trataron como si fuera de la familia. Me hablaron más despacio, interesados en saber qué pensaba de la ciudad, qupe me habían dicho, si tenía Heimweh (mal de patria). Me enseñaron sus fotos de Costa Rica. Con mucho tacto, me corregían en la pronunciación. Y en general nos sentamos en el balcón a comer galletas, tomar té verde y a reírnos. Me tomaron en cuenta para todo.
Ella se ve más viejita, unos 10 o 15 años que él. Desde hace más de 100 años, en Alemania no es inusual que la mujer sea mucho mayor que su pareja. Al verla tan mayor, me puse a pensar qué será de él cuando llegue el momento de ella. Pero entre más tiempo estuve con ellos, supe que cuando eso pase, él estará tranquilo, sabiendo que le dio lo mejor de su vida.
Se ríen de las tonteras de las que uno normalmente pelea. Se dicen cosas bonitas, todavía. Se conocen de memoria las costumbres, los movimientos, los gustos, las palabras que siempre se les olvidan. Al amanecer ese día, todo eran risas. Porque la tía tuvo un sueño divertido y lo cuenta como un chiste. Porque no pudimos abrir el tarro de jalea. Porque se dice así y no asá. Porque abrimos el queso caro solo por probarlo.
El me dice que le encanta Hamburgo, por el mar, el río, la gente la comida. Y me dice que vivieron en Berlín muchos años. Y se le apaga un poco la voz cuando me dice que al principio, Berlín le dolía, pero que ya luego fue pasando. Los dos vivieron en Berlín Oriental todos los años del muro. Su sobrina- mi casera- vivía en la misma ciudad, dentro de la isla de concreto donde todos se sentían libres, donde los que vivían presos, eran los otros, los que estaba afuera, los espiados de la Stasi. Tenía una visa especial para visitarlos una vez por mes, por solo un día. Cuando los visitaba, pasaban todo el día abrazados, diciéndose que se querían mucho. Hasta la próxima visita.
Ella era una adolescente, la noche en que su ciudad, sin objetivos militares y repleta de civiles y refugiados, fue bombardeada sin piedad por los aliados. La ciudad completa se incendió. A la mañana siguiente, la tía fue a buscar a los familiares. A su paso, vio la destrucción, los muertos, las cenizas, la evidencia del alcance de la maldad del ser humano. La casa de ellos simplemente había desaparecido y los perdieron a todos. Cuando me lo contó, revivió con la misma intensidad el incendio de Dresden, hace más de sesenta años. Dice que cada vez que lo cuenta, se le llenan los ojos de lágrimas y aunque lo ha llorado muchas veces, no logra lavar los recuerdos grises, negros y rojos que le quedaron grabados a fuego en las pupilas.
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