Al principio, nos contábamos lo que había sido la vida sin el otro, para familiarizarnos con pasados, con lugares, con amigos, con personajes. Con el paso del tiempo, te das cuenta que son historias finitas, que se vuelven repetidas muy rápido. Y aunque uno está lleno de acontecimientos, de cosas, de recuerdos, no podés compartirlas todas. Algunos porque uno sabe que pueden herir, al otro o a uno mismo. Otras, porque son cosas que uno atesora para uno solito. Y las menos, aquellas que son como una foto en la memoria, un olor, una sensación descontextualizada de las demás cosas y las que uno no les da la suficiente importancia como para contarlas.
Entonces empezás a contar lo que te pasa en el día, el chisme de trabajo, la preocupación pequeña, el viste que en el cine tal cosa o cómo subió la gasolina o acordate del alquiler, leíste tal noticia, qué te pareció aquello, que pensás de lo otro y esas cosas a veces banales pero siempre cotidianas. Que también terminan por acabarse porque en cosa de meses, ya nos conocemos tanto que hasta ya claudicamos en las pequeñas batallas de la pasta estripada por el medio, la puerta del baño abierta y cada uno se va a acomodando a esas cosas del otro.
A algunos les pasa entonces que se aburren y les pasa, cada vez con más frecuencia y cada vez más largo, ese presagio de la distancia: el silencio. A otros, que ya sin nada más que decirse de todo lo que les había pasado o les pasa, empiezan a hablar de futuros, de sueños, de cosas que queremos hacer juntos, de esperanzas. Y se cuestionan imposibles, sacan conclusiones de lo que ya han recorrido, reconocen errores, intentan reencausarse, o pensar juntos. Y a veces es inagotable.
Tal vez por eso lo llaman Proyecto de vida.
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