Los implementos: Es solo hasta que le toca a uno comer mierda con el frío de un invierno que entiende uno las verdaderas aplicaciones prácticas de cosas como las botas, las medias gruesas, la bufanda, los guantes y el sombrero. Aunque en Costa Rica se usan como accesorio, cada una de esas cosas está dirigida a que uno no se entuma. Y parte de la gracia es ir encontrando por dónde le entra a uno el frío y envolvérselo. Las alformabras al lado de la cama, son para que cuando uno se levanta de noche o en la mañana, no ponga la pata pelada contra el piso helado. Para eso mismo son las batas de levantarse. Las sueters y los abrigos se usan pegados al cuerpo, para que calienten. O sea, sirven para algo y no como en los países tropicales, donde son puro adorno o se los encarama uno para ir al estadio.
Las madres: Siguen y seguirán siendo un ejemplo. Hoy llegó bastante gente. Y es que una cosa es marchar con clima de primavera o solcito. Otra, caminar tres vueltas, a los ochenta y tantos años, a 4 grados, tres meses seguidos por más de treinta años. Algo me debe haber pasado, porque hace seis meses estaba yo aquí con ellas, caminando y prometiéndome que todo sería distinto. Y hoy seis meses después, es poco lo que ha cambiado, salvo una cosa: no quiero ya llorar más por los desaparecidos ni pensar en su dolor. Quiero encontrar fuerza en su ejemplo. Hebe habló de la izquierda inmaculada, aquellos izquierdosos de perilla que se oponen a toda opción de izquierda porque no es perfecta y le encuentran los defectos a todas. Y a los asesinos y a los torturadores, ya saben: “Olé olé, olé olá, como a los nazis, les va a pasar, que a donde vayan los iremos a encontrar”. A nosotros no nos ha tocado y ojalá no nos toque nunca algo tan terrible como una dictadura militar o terrorismo de Estado. Pero aun en nuestras vidas tranquilas, todos tenemos en algún lugar del presente o del pasado a un torturador que tenemos que enfrentar, de pie, sin lágrimas, dispuestos a alejarnos de esa sombra.
La comida: En dos platos (o más de dos): estoy gorda. Todo lo que había perdido creo que lo recuperé a punta de pan blanco, antojos y dulcecitos. Por la época, casi no hay frutas. Hoy a la cena me pedí una parrillada de vegetales que me cayó de perlas. Y para no hacer peor el despelote, me consuelo leyendo los nombres de los postres y viéndolos en la vitrina. Es que si me los como, ahí sí que me tendría que comprar ropa nueva, básicamente porque ya no entraría en la que ando puesta. Así que al regreso, ni modo, de vuelta al régimen. Al menos me di mis gustitos.
La gente: Son lindos, todos. No solo de comportamiento, sino físicamente. Caminando en la calle he visto hombres exageradamente guapos que se saludan de beso entre ellos con una ternura que conmueve. Ellas, la competencia desleal, son todas flacas (creo que es un requisito nacional), lo cual recalca mi actual anchura. Además se visten perfecto, elegantísimas todas ellas.
El toque tico: Me hace gracia la cara que pone la gente cuando les digo de dónde vengo. Tal parece que “Costa Rica” conjura una especie de efecto de la película de Disney Cenicienta, pero en versión lationamericana, donde mientras yo canto un son, dos monitos titíes aparecen entre los edificios para colocarme un tocado de plumas colorinches, los tucanes me dan una serenata con marimba y un tigre me sirve de escolta. En lugar de frío y piedra, hay solicito y selva y yo me veo como una morenaza exótica de enigmáticos ojos oscuros y acento nunca antes escuchado. Nunca falla.
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