En el avión, la Olivia, una dueña de casa de una población, que regresaba de Maracaibo, invitada por su amiga de infancia. Ambas se consolaban de las muertes recientes, una de un hijo, la otra de sus padres. Me contó su vida en 6 horas. Me explicó su pelo pazuzo en el abuelito africano de Cabo Verde. De su único pololo a los 14, su matrimonio a los 28, sus hijos y su nuera, que genera tanta bronca. De la pelea con su hijo. De su regreso, después de dos meses de andar venezoleando. De su primer viaje, a los 47 años, fuera de su país.
Me habló de la cooperativa de empanadas, que se llama Domitila, en honor a una guerrillera bolviana, donde trabaja por ratos. De lo que es ser pobre en Chile. De la solidaridad que la hace feliz. Como la colecta cuando su mami estaba agonizando, como el viaje que le pagaron a Arica para un merecido descanso.
A todas las compañeras les trae una conchita de la Isla Margarita. Además trae una enorme para estar escuchando el mar, que tampoco lavó muy bien y que las aeromozas comentan lo curioso del olor a pescado si lo que se sirvió al almuerzo fue pasta con jamón.
De su esposo, un carabinero jubilado de buen corazón, que le escribía “Portate bien, negrita, no me caguei”. Que no le fuera infiel. Porque no entendía que de qué chucha pueden hablar dos mujeres que se quieren y necesitan acompañarse porque también, a veces, la vida duele.
Yo le conté las historias de Marce, que no son mías, pero sí lo son a la vez. Me dijo que ella no sabía que esas cosas pasaron en Chile, cuando le conté de los soldados pinchando la pancita embarazada de la mamá de Marce, en las rejas abarrotadas de mujeres que buscaban a sus compañeros en el Estadio Nacional, en el 73. “Pero sí sé que hubo muertos. Hemos vivido siempre a la orilla del Mapocho y yo los vi. A todos”. Me pidió que le contara cómo era la Cuba con la que soñaban sus compañeras de trabajo y le expliqué, como quien cuenta un cuento revolucionario. “Cuéntame más” me pedía.
Quería ir en la ventana para ver por primera vez la Cordillera. Me dice que ella creía que era un solo cerro, pero que alguien le dijo que eran muchos y que lo blanco, era nevado.
Me contó de esos días finales de su viejita, cuando su hermano exiliado en Francia regresó y para pasar el cansancio, con los genes sabrosos del abuelo, bailaban salsa en media sala, mientras a los dos les rodaban las lágrimas.
Mañana estoy invitada a comer empanadas a su casa.
Me dijo que esas mujeres pobres, luchadoras, pobladoras, no son de ponerse a llorar cuando algo sale muy malo. Actúan de una vez para que no las derroten las lágrimas.
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