Me he dado cuenta que la ausencia del Antídoto me quita el hambre golosa. Mientras recorro Santiago, a pie, ya no me detengo en cada kiosko que unas galletas, que un dulcecito, que unas papitas, que un heladito. Ayer, sin embargo, paré a comprarme 2 kilos de cerezas en media calle Providencia. Me las mandé completas en el metro, maravillada de que las vendan como si fueran mangos celes, en todas las esquinas, a 500 pesos el kilo. Peores cosas he comido sin lavar. Nances, por ejemplo.
El precio de los libros es prohibitivo, apenas para mantener al pueblo bruto, pendiente de si el Felipe Camiroaga tiene polola o si esta vedette le dijo a la otra que es un putarrón. Igual yo recorro las librerías y me compro a Lemebel, por ejemplo. En los estantes, descubro cuentos y novelas de los jurados del concurso de Chile con mis ojos. De repente son ellos reales, escritores, verdades.
En este país que se las da de desarrollado, profesionales con sueldos de 250 mil pesos al mes trabajan desde un café internet redactando informes y curriculums. Con ese sueldo, tienen que pagar solo en locomociòn, casi mil pesos diarios. Una computadora con conexión en la casa es un lujo exclusivo del barrio alto. No hay wi fi en ninguna parte.
Los loquitos me encuentran simpática. El del buzco picapollo rojo me siguió unas cuatro cuadras. Me volvía a ver y se reía. Aquel otro paró a pelearse con algún kioskero que se reía de sus pantalones por la rodilla. Hay uno que toca la flauta en las escaleras del metro. Y hay otra que me duele: ella está catatónica, en otra de las entradas del metro, con los ojos muy abiertos, mirando con espanto y fijamente el pasado sangriento de este país. Aquí, el desarrollo se mide con la cantidad de viejitos que duermen en la calle multiplicado por el número de gente que los ignora.
La abuela también camina por todo el centro para encontrar todos los encargos de mis suegros. Ellos las necesitan esas cosas porque así ellos perpetuan tercamente el Chile que perdieron cuando tuvieron que exiliarse. Entonces llevamos pasas, fruta confitada, harina, zapatos, camisas y las cosas más cotidianas para forzar la ilusión de un Chile, que, como el acento, se niegan a renunciarlo.
Mientras camino por Providencia, de repente me entra como una certeza de que es posible que, de no ser por trabajo, yo, a Chile, no vuelvo.
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