Costa Rica, a lo largo de la historia, ha probado tener la rara capacidad de superar las aberraciones absurdas y humillantes que el qué dirán había logrado imprimir en leyes de la república que estuvieron vigentes y se aplicaron con estricto rigor.
En la colonia, la partida de nacimiento indicaba la pureza racial del recién nacido. Existían denominaciones como español, criollo, indio, mestizo, mulato, negro y sus combinaciones, llegando a los ridículos del cuarterón de mulato (cuarta parte mulato). Y eso marcaba los derechos y posibilidades de una persona. Y, por supuesto, que la clasificación se hacía al cálculo. Quedaban, como el ganado, marcados de por vida. Cualquier parecido con los Nazis o el Apartheid no es pura coincidencia.
Ya en el siglo veinte, las baterías de la moral externa se dirigieron contra las mujeres que cogían y a falta de anticoncepción (porque no existió hasta los sesentas), quedaban irremediablemente embarazadas.
Al principio, los hijos de madre soltera solo podían llevar un apellido, distinguiéndolos de los demás para que experimentaran en carne propia la vergüenza de su madre. Entonces eso se consideró una barbaridad y para hacer la cosa más pareja, se les permitió llevar dos apellidos, eso sí, tenía que ser el primer apellido de la madre, repetido.
Eso generó casos tan folklóricos y reveladores de la intimidad ajena como aquel jugador limonense de los años ochenta, Toppings Toppings. Qué vacilón verdad? O algo más cercano: Mi papá, que llevó los dos apellidos de Mimí, poco usuales en este país, evidenciando su condición de abandonado por un irresponsable que nunca actuó como su padre.
Fue hasta finales de los setenta cuando se autorizó que las madres solteras podían inscribir a sus hijos con los dos apellidos de la madre, para dejar de crear esas humillantes distinciones y que entonces la gente creyera que era una casualidad o que era el hermano menor de la madre, ojalá embarazada adolescente, que de por sí se criaba con los abuelos.
Aquellos que nacimos de mujeres que no estaban casadas, aun en 1972, podemos leer en los tomos del registro civil, donde se indica que uno es hijo “natural”, como si fuera un producto orgánico o si hubiera otra forma artificial de gestar a un hijo. Poco tiempo después se derogó la norma que obligaba a indicar esa condición en la cédula.
Hoy tampoco se registran los nombres de los padres en la cédula. Con un cincuenta por ciento de niños sin padre en este país, un 50% de las cédulas indicaban “desconocido” y así en el banco, en la CCSSS, en la oficina, en cualquier parte donde te pidieran identificarte, se tenía que andar enterando todo el mundo que a tu mamá se la cogieron y que quedó embarazada y naciste vos.
En los noventas, el gobierno y la tecnología acabaron con la impunidad del irresponsable. Hoy el ADN indica quién es el padre. Nadie los obliga a querer o a visitar a ese bebé producto en muchos casos de un descuido. Pero por lo menos los obligan a darle un apellido y a mantenerlo.
Esos avances se lograron porque creíamos en la necesidad de evitar discriminaciones derivadas, nótese bien, de un antecedente sexual. Porque a nadie le interesa con quién o como nos acostamos. Porque eso es la esencia misma de la privacidad. Porque las personas tenemos derecho a eso, a que se nos considere personas.
No puede ser que hoy un grupito de ignorantes retrógrados pretendan meter en un ghetto legal a los homosexuales. Sí, a ese tercer grupo tan aparte y tan raro. Verdad que son vacilonas las bromas de locas?
Hasta que dejan de ser los playos de los chistes y son tu amigo, tu profesor, o como en mi caso, mi hermana. Entonces dejan de ser divertidas y pasan a ser tan ofensivas como los chistes de discapacitados físicos, como la palabra mongolito, como los chistes contra los nicas.
La batalla por los derechos de los gays no le toca solo a la comunidad lésbico gay de este país. Nos toca a todos los heterosexuales que tenemos hermanos, amigos, profesores, hijos, padres, primos o familiares gay. Nos toca a todos los que hoy llevamos dos apellidos, cédulas sin marcas, documentos libres de condenas a la sexualidad de nuestras madres.
Yo quiero que mi hermana tenga derecho a querer a alguien, sin ser juzgada. Quiero que mi hermana tenga derecho a un matrimonio, si eso es lo que quiere o a tener hijos con la pareja que escoja. Quiero que pueda ir por el super, toparse a un conocido, y decir tranquilamente, sin sombras en la mirada “te presento a mi novia/a mi pareja/ a mi esposa”. Quiero que su pareja no tenga que esconderse bajo el título de amiga. Quiero que ella, que es creyente, pueda ir a misa sin que el Pastor Alemán de los zapatos de charol rojo la condene a los infiernos por su orientación sexual. La quiero sin culpas, sin discriminaciones, sin vergüenzas. Quiero que tenga los derechos que tengo yo, que nací en el mismo país, de la misma madre. Ante todo, la quiero feliz.
Mi hermanita menor casi me mata del infarto cuando me dio la noticia. Por días y días dejé de lado la ciencia y me preguntaba si yo, diez años mayor que ella, habría hecho algo en su infancia que la marcara, si habría ocurrido un trauma, si yo hubiera podido evitarlo, porque no sabía, la verdad, como reaccionar a eso. Me atacaron los prejuicios, los miedos, la estupidez de la ignorancia.
De nada vale hoy cuestionarme si dejé de hacer algo por ella cuando estaba pequeña o si no la abracé lo suficiente o si no le dije cuánto la quería. Son además, remordimientos que no cambiarían en nada la realidad, porque la orientación de ella ni la mía dependen de eso.
Hoy tengo la oportunidad de decir, con mi firma, con mi voto, con mi mensaje a la Asamblea Legislativa, que ella no está sola en esa lucha. Que yo estoy con ella, que mis hermanos están con ella, que hasta Ella, mi mamá, que tanto le ha costado aceptar todo esto, está con ella.
Aceptación y no mera tolerancia. Respeto y no discriminación. Igualdad, al final de las cansadas.
Update 2013: El tema sigue en la mesa, sobre todo hoy que se están recogiendo firmas en todo el país. El pastor alemán de los zapatos de charol rojo ya no es Papa y el que si lo es, piensa diferente, pero las loras viejas mañosas de este país, que se visten de negro y parecen cuervos, prestan oídos sordos cuando Bergoglio les recuerda que uno no es nadie para juzgar. Firmemos. Firmemos todos.
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