En 1978, dos hombres hacían suspirar a mis tías maternas: Julio Iglesias y José Luis Rodríguez, el Puma. Y es que antes de que “Agárrense de las manos” fuera himno de pachuchos que darían el alma por la Sele y embargarían el salario por ir a todos sus partidos, el Puma se perfilaba como el elegido para sustituir al magnífico Sandro de América como sex symbol latinoamericano.
Tenía todo: el cuerpo, la piel bronceada, los ojos mataores, el pelo largo y peinado con secadora, la novela donde manejaba un convertible blanco sin despeinarse, la camisa abierta hasta el ombligo y por dicha, un pecho lampiño. Ah, y las chiquillas que le llovían derretidas. A Julio Iglesias los zapatos blancos sin medias, a lo sátiro o narco, le quitaba puntos. Además, la distancia. En esos tiempos, España quedaba muy largo.
Cuando yo le preguntaba a mis tías porqué siempre había que oír los mismos discos y qué me explicaran por caridá qué era lo que tanto les gustaba, me respondían con suspiros. Yo quería entender si ellos eran hombres guapos. La explicación más elaborada que me dieron fue “ Se imagina Tostada? yo con cualquiera de ellos me casaría” (“Tostada” era yo. Todo un esfuerzo lingüistico para no decirme negra. O que les daba vergüenza que yo no fuera blanca. O les recordaba a Alejandro, mi papá, que era casi casi indio. Y de ese Alejandro, aunque ya estuviera muerto, no se hablaba en esa casa.). Lo raro era que todas eran casadas. Y ninguno de los maridos se parecía al Puma. Ni a Julio Iglesias.
En fin, el misterio de los cantantes, en lugar de aclararse, se ponía cada vez más turbio. Hasta Missis Rodríguez se sonrojaba en mis clases de primer grado cuando nos decía que los chiquitos de la edad de uno, no deberían ver novelas. O se reía picarona cuando alguno en la práctica de español, escribía con su letra temblorosa “El Puma amasa la masa”
No había forma de escapar el fenómeno de las masas. Y yo, sin querer, fui víctima de eso: Un día, en un recreo cualquiera, mi amigo Alejandro, se me acercó. En lugar de pedirme que fuera su novia, como decían las malas lenguas en el recreo, desafinadamente me advirtió cantando que iba a perder la cabeza por mi amor.
De repente lo veo, al chiquito blanco de cachetes sonrosados, el pelo rubio y colocho desordenado, sus pantalones cortos y la camisa gris de primer grado y cantando, a la par de la iglesia del Saint Francis, esto, que terminó por convertirse en una de mis canciones favoritas:
De la emoción ni siquiera pude pellizcarlo.
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