Mi papá murió un 6 de setiembre, de repente, de un infarto. Todos quedaron conmocionados. Yo no, porque a mí me dijeron que él estaba de viaje. No me llevaron ni siquiera al funeral, mucho menos al entierro. En esos primeros días de luto, yo estaba en la cola de un venado, en lo que a prioridades se refiere.
Ella lloró sola, muy sola, esa muerte. Nadie de la familia de Ella le hablaba. Y Mimí, a veces creo que hubiera preferido morirse ella a perder a su hijo. Es un dolor para el que aun no encuentro palabras. Lo recuerdo con un sentimiento que no puedo describir y con la imagen de sus ojos tristes cuando hablaba de él. Todos se aislaron en su luto en lugar de compartirse consuelos.
Nadie se acordó que el 9 de setiembre era el día del niño, y en ese tiempo, la verdad, solo los ricos lo celebraban. Los míos andaban de negro, con ojeras, con los ojos rojos, con un pañuelo húmedo en la mano, yendo de la iglesia al cementerio.
Esa noche, después de la misa, el Loco Gamboa, un amigo de mi papá, llegó cargado de regalos a la casa de Mimí. Se sentó en el suelo y me dijo que eran para mí. Jugó conmigo hasta que caí dormida.
Esa Navidad, cuando se acrecentaba ese dolor abierto de la ausencia, todo vaticinaba de nuevo lágrimas y angustias y soledades. Era aun muy pronto. Todos en la casa seguían pesando que yo no me daba cuenta de nada y dentro de su tristeza, se alegraban resignados “bueno, por lo menos Sole no se da cuenta… pobrecita”. Esa Navidad, de nuevo, yo era la última oreja del burro. Mantequilla. No contaba. Yo no le había contado a nadie que en el kinder ya me habían puesto al día: “Tu papá no anda de viaje. Se murió, igual que aquel pajarito que encontramos el otro día en el patio”.
El 24 de diciembre, mientras comíamos en silencio y Ella y Mimí y mis tíos y mis primas disimulaban las lágrimas, de nuevo llegó el Loco Gamboa, otra vez cargado de regalos envueltos en papelitos de colores. El fue el que me dijo que me los mandaba mi papá, desde el cielo, donde estaba de ayudante del Niñito Dios. Esos fueron todos mis regalos navideños, porque nadie más se acordó de comprarme nada.
Yo tenía, para ese momento 3 años y medio. El Loco Gamboa me veía en las fiestas que organizaban mis papás los fines de semana, cuando yo irrumpía armada de mi pianito rojo de madera y ejecutaba un estridente concierto que era recibido con aplausos estruendosos y ruegos de un temprano retiro artístico.
En el 2001, supe por alguien que me contó, que el Loco Gamboa estaba internado en el Calderón Guardia, con un problema cardíaco. Solo, íngrimo, porque se había divorciado. Inmediatamente me fui para allá y de camino, compré un oso de peluche, un camión, un juego de ajedrez, unas cartas. Usé mi placa de fiscal para entrar en zonas restringidas del hospital. Lo encontré y él me reconoció con solo verme, porque dicen que mi papá y yo somos idénticos.
Hoy, aunque lo viera, no reconocería al Loco Gamboa. No recuerdo su cara. Pero si me acuerdo de lo que hizo por mí y siempre, siempre, se lo agradezco.
Hoy, por esas causalidades, terminé ayudando a una sobrina del Loco con un tema legal. Cuando ya nos ubicamos de quién era quién, muy simpática yo, le pregunté qué como estaba su tío y le conté este cuento. Me dijo que murió de cáncer hace dos años.
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