Cuando David Salomon se bajó del barco, no quiso irse con los demás para San José. No tenía ni primos ni amigos que lo estuvieran esperando. En el campo de personas desplazadas, los médicos le habían dicho que tenía que olvidarse de todo, empezar de nuevo. Por eso no quiso ir a Palestina. Por eso había atravesado el mar. Por eso se iría aun más lejos.
En Guanacaste, David se forjó a golpes y se hizo finquero. De la Europa que dejó en ruinas, solo quedaba el incendio azul de sus ojos. El sombrero le tapaba el pelo rubio primero y después la calva. El sol y los años lo curtieron y dejó de ser blanco.
No se perdía serenata, pleito o turno. Tocaba la guitarra y cantaba boleros. Sabía montar y usar la cruceta. El Macho era dicharrachero, vacilón, valiente, leal, bailador y apuntado. Se enamoró de una morena maciza y se casó con ella. Nunca más volvió a usar su idioma materno, ni siquiera para el recuerdo. Se le escurría, muy de vez en cuando, una r arrastrada y extranjera, una gramática invertida, un género equivocado.
Eso sí, quitado para la Iglesia y para la gente vina. “Macho y vos qué?” “De Europa. A Limón fue que llegué”. De ahí en adelante, solo Guanacaste.
David sabe que no es eterno, pero ya de viejo, espera con calma. Le perdió el miedo a la muerte desde el 10 de agosto de 1944, cuando en el andén 17 de la estación de Grunewald, en Berlín, lo deportaron en un vagón de ganado a Auschwitz. Ahí vio la muerte todos los días.
La vio, por ejemplo, cuando murió de hambre, de tristeza, de dolor, de cansancio- da lo mismo – el hombre con que compartía la tabla de dormir en la barraca. Lo reportaría después, para comerse su sopa.
Leyeron su nombre en la lista de ese día: “Abraham Erich Münzer”. Supo entonces Dios había decidido acabar con su sufrimiento. De Dios y de los nazis no había escapatoria. Moriría y su cuerpo sería cenizas.
“Herr Kapo, Erich Münzer ist tot” dijo, señalando el cadáver macilento de su compañero.
Sobrevivió. Supo que tenía que irse muy lejos, donde nadie supiera su secreto: En su desesperación, Erich Münzer, había cometido el pecado egoísta de robar el nombre de un hombre muerto: David Salomon.
Cuando Dios lo encontrara, lo reclamaría. No más el Macho, don David, el polaco. Sería Erich de nuevo y así se cumpliría, 60 años después, lo que Dios había escrito en el libro de la vida.
Nota de Sole: Esta historia es verídica, salvo los nombres. Me la contó el sobrino de Erich/David, que fue el único que supo el secreto.
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