Llevaba como unos 25 años de no ir a fiestas infantiles. Hice maromas para sustituir clases, cancelar compromisos, evitar enredos y me preparé tanto, que se me olvidó comprar el regalo. Bucear una tienda abierta en Escazú a las 10 de la mañana, me permitió llegar fashionably late.
Este lugar no tenía piscinita de espuma vieja y amarillenta, pero tenía inflables aptos para adultos. No hay un carrusel de caballitos, pero hay una pared miniatura para escaladores. Le hacen a uno de todo, desde la comida hasta la limpieza de desastres provocados por mucha azúcar y mucho brinco y el revolvimiento que va a parar en el suelo.
Después de atracarme unas 10 bolsas de palomitas, estaba ya harta de las canciones de prncess de Disney y de las mamás top end que asisten a estas fiestas con todo y empleada. Así que sin decirle nada a nadie, me fui a cuadrar en la sillita enana frente a la pinta caritas. Y quedé así:
Y así me fui para la UCR al festival Latinoamericano de Software Libre. Así me presentaron a compañeros y amigos del antídoto, así me presenté con un abogado de la Contraloría y discutimos animadamente de contratación pública. Así me senté a escuchar una charla y así saludé a los gritos a una antigua compañera de trabajo que me dijo “me costó un poco reconocerte, me entendés?”
Así me arrodillé ante un chiquito de cinco años, demasiado sorprendido, que me preguntó que si yo era un gato. Le dije que sí, pero que no le contara a nadie. Prometió guardarme el secreto. Así manejé por todo San Pedro, fui a comer al food court de Plaza del Sol y me pasié por el Automercado. de vez en cuando maullaba, eso sí, suavecito.
Ningún adulto se atrevió a decirme nada. Era evidente que llamaba la atención, ya no por alta sino por ese algo raro que me veían en la cara. Volvían a verme dos veces, así, como quien no quiere la cosa. Los niños estaban maravillados de ver un gato tan grande caminando como si nada y le jalaban las faldas a la mamá “vea mami, vea”, señalándome al descaro y ellas los regañaban con ese “malacrianzalasuya! faltaderespetodejedeseñalaralagente”
Vi gente que reaccionaba con rabia al verme. Tuve unas pocas reacciones de burla. La mayoría, con un disgusto mal disimulado, mezclado con asombro y en algunos casos, hasta tristeza. Me imaginaba lo que pensaban: tan grandota y en esas, qué ridícula, qué inmadura, quién se cree o qué otra cosa. En los ojos de algunos hasta me pareció ver rencores, envidias, amargazones y penas ajenas. Nadie se reía de buena gana.
Es triste eso, pensar que hemos perdido la capacidad de reírnos, de hacer cosas vacilonas, de permitirnos el ridículo. De imaginarnos, de ilusionarnos. Si fuera más culta, diría que lo mío fue un performance de intervención social y explicaría todo con palabras complicadas como “construcción social”, “el aquí y el ahora” y Lacan y secuaces. Pero no. Fue solo una ocurrencia, no un estudio antropológico.
La única excepción fue una señora en la Casa de las Revistas. Se vino corriendo a la par mía y me tocó suavecito el brazo y me dijo “Dejame verte…me encanta tu maquillaje, te ves lindísima” y, por fin, alguien, esta señora, con su bolsa de compra y Vanidades en la mano, sonreía.
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