Una es “alta”. Como de 1,60 y gordita, con pelo con forma de nada. La otra parece de 10 años. La alta tiene una enagua hippie y morada una camisa polo blanca y unos zapatos tejidos que deben ser de la mama. Nada le combina, pero ella se siente ya entrada a grande. La pequeñita se ve más natural, menos forzada, pero también más niña. Deben ser los jeans que evidencian que aun no desarrolla. Tal vez son los frenillos. Las dos se maquillan, con la chambonada propia de la primera vez que se sostiene un delineador y se ataca el borde del ojo.
Discuten delante de nosotros en la fila, planean, intrigan. La alta decide el plan de acción “Yo compro las entradas porque a usted nunca le van a creer que tienen 18, en cambio a mí de fijo me creen” y se acomoda la carterita de tejido indígena y revisa si tiene la plata exacta.
Cuando le toca la boletería, la pequeña se va por allá, por las palomitas, finge leer un afiche. La alta pide dos entradas como si nada. Le piden la cédula. Responde “Es que andaba en San José y no la traje”. “Entonces no le vendo las entradas”– le dicen. Se le olvida como actuar como un adulto divertido porque le calculan menos años. No sabe cómo hacer un escándalo o hacerse la brava. No me pide que se las compre yo. No ruega, no razona, no manipula. Le entra como un pánico y moviendo exageradamente las manos dice “Entonces deme dos para Encantada”.
Luego, mientras compro palomitas, las veo otra vez, tramando algo. Encantada la dan en la sala de a la par y empieza cinco minutos antes. En la oscuridad, nadie va a notar que no tenemos 18 años. Y se ríen. Jiijijijiji.
Qué mal que me caía yo a esas edades.
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