Hoy me di cuenta que no soporto que me hagan esperar. Que me sorprende que alguien crea que tengo tiempo para perderlo sentadita, mientras se desocupan para atenderme. Es decir, me asombra que se atrevan a no atenderme de inmediato. Me decepcionó darme cuenta de eso, de que me siento importante. Es decir, comemierda.
Anoche soñé que era valiente. Y en una reunión me levantaba desde una de las filas de atrás para reclamar una injusticia y no me temblaban las piernas y encaraba a ese que hacía de tirano sin bajar la mirada, sin sonrojarme y lo señalaba con un dedo y mi voz era clara, sin trastabilleos, sin murmullitos sumisos de disculpe-que-me-atreva-a-decirle-que-usted-es-un-malparido-y-por-favor-no-me-odie y le cantaba las cuatro verdades, hablando en nombre de todos los presentes que se iban poniendo de pie, infectados de mi valentía, para apoyarme. Para rematar, yo lo decía todo en un alemán perfecto de traductora simultánea de la ONU, que el mismísimo Willy Brandt hubiera aplaudido. Es decir, además de soñar en technicolor, ahora tengo SAP.
Ayer prometí dejar de comer cosas con grasa. Pero pensé en desayunar natilla y tortillas y comerme unos platanitos maduros fritos con sal en el recreo de mis clases y tal vez una porción de torta chilena y se me olvidó. Hoy me voy a prometer lo mismo.
Además descubrí que no soy la única que siente ese secreto orgullo, cuando en media presa, se hace a un lado para darle campo a una ambulancia, que detesta al aprovechado que se tira mordido detrás de la sirena para aprovechar el espacio y que después se siente muy ciudadana y a veces como en una película por ayudar al prójimo. Le recordé a los comensales, eso sí, el cuento aquel de la Cruz Roja de Desampa, que ponían a funcionar la sirena cuando iban al medio día por medio cantonés al Kuam Lu, no fuera ser que llegara frío.
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