Hace unos meses, un amigo, me llamó como tres o cuatro veces al celular; hasta que le respondí. Estaba sosteniendo el llanto: “Sole? Gracias a Dios…” y se soltó, como un chiquito.
Cuando pudo hablar, me contó había una presa infernal en la radial de Santa Ana, peor que la de a diario. Que era claro que había habido un accidente, como siempre. Que conforme se fue acercando, vio un carro, azul cobalto, un pitufito. El mío. Frenó en seco. Los tráficos lo pararon y le dijeron que el conductor estaba muerto, prensado, que no lo habían identificado. Mi amigo me llama. Los paramédicos confirmaban que la persona en el carro había muerto del impacto. Segunda llamada. El tránsito pedía el equipo hidráulico y llamaban a la morgue. Tercera llamada. La policía le preguntaba si conocía al conductor, si los podía acompañar a reconocer el cuerpo. A la cuarta llamada, yo contesto. Por un momento, él no supo si se lo estaba imaginando. Yo pienso en ese día como el día que yo había muerto. Sin saberlo.
Hoy, a las 6 de la mañana, por cosas de trabajo, fui parte de una escena de sucesos. Un peyó se destrozó contra un camión. La lata quedó en colochitos. El airbag se reventó, llena de sangre. El chofer, de 26 años, murió en el lugar. Una hora antes, salía de dónde la novia, con la que se iba a casar en un mes, la que 3 horas después se arañaba la cara con las manos al otro lado de la acera mientras levantaban el cuerpo.
Llegaron amigos del chofer del camión. Hombres rudos, de trabajo, camioneros. Se abrazaban a él en una esquina para que pudiera llorar. Le repetían que no estaba solo, le buscaban una sombra, un poco de agua, los papeles del carro, le ayudaban a firmar un parte tras otro. “Tranquilo. No está solo”.
Los vecinos riñas apedrearon al OIJ porque cubrieron con plásticos blancos la privacidad de la muerte y del cuerpo-destrozo del muchacho. Me amenazaron de “cuidao se encuentra un día con la boca rota” por pedirles que se retiraran. Los peatones tomaban fotos con sus celulares mientras un tráfico les pedía, inútilmente “Respeten, no ven que ahí está la familia”. Las mujeres y algunos hombres se secaban las lágrimas que se salían, involuntarias, por un desconocido. Alguien dijo, como decía Mimí siempre “Pobre madre…su muchacho…”
Yo andaba trabajando. Hice un buen trabajo, mi reporte, dejé todo listo y en orden. Me fui con el último tombo. No conocía a ninguno de los 25 que coincidimos por esa catástrofe y que, a como está la cosa, viven esto todos los días. Me pregunto si ellos se sentirán tan tristes, tan vacíos, tan vulnerables como yo me siento. O si ya ni eso.
Deja un comentario