Para el acto cívico del día de la raza, no había quite: a mí me tocaba ser india. Desperdiciar piel morena, ojos negros y pelos lacios hubiera sido un pecado. El traje se hacía se algún saco viejo de gangoche y Ella pasaba la noche haciéndome un penacho muy americano. Yo no quería usar sandalias, porque los dedos mis pies eran (y siguen siendo) muy largos y raros. Y andar descalza, menos. Era una indita simpática de tennis rosadas.
Casi nunca me tocaba decir nada. Solo sonreía, extendiendo las manos y abriendo los ojos muy grandes, cuando me ofrecieran collares de plástico y espejos de cartón con papel aluminio. Esa era la clave para sacar las cajas forradas en papel dorado y tirarlas a los pies de los españoles, tratándolos como dioses.
Nosotros, los hijos del mestizaje, cada año volvíamos a cambiar oro por cuentas de vidrio. Celebrando en lugar de conmemorar. Todos, soñándonos blancos, católicos y españoles. Ajenos a malinches, genocidios, destrucciones y catástrofes. Ignorantes de pasados y culturas.
Entonces no nos daba vergüenza.
Deja un comentario