Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

París a la orilla del Elba

desde la isla de

Cuando mi abuela quería rajar, sacaba a relucir su viaje a Buenos Aires, en una época que pensar en ir allá era una locura por impagable. “Has ido, no?” – esa era la introducción. Obvio que le contestaban que no. Y entonces, con fingida lástima decía – “Tenés que ir. Es París en América del sur”, siempre con ese tono dramático que tenía.

Así es Dresden. Una ciudad barroca, capital de Sajonia. Bien podría llamarse la Ciudad Negra. En febrero de 1945, cuando estaba llena de refugiados civiles, fue bombardeada por los aliados con tal ferocidad que se desató una tormenta de fuego.

La ciudad fue arrasada y muchos edificios que preceden la llegada de Colón a América, aun tienen las piedras originales, completamente negras, que sobrevivieron al incendio. En mi libro de alemán, el capítulo del verbo destruir- zestorren– se aprende con la tragedia de Dresden.

La iglesia protestante- la FrauenKriche- es prueba de eso. Parece un queque marmoleado, vainilla-chocolate. Adentro tienen la cruz original que sobrevivió al incendio del 45, que se derritió y se dobló por todas partes. Entré con un Pato recontra advertido de guardar silencio, respetar, no señalar con el dedito y comprender que era un lugar donde la gente reza. Por dentro no hay oro, o metales preciosos, pero sí muchos colores pasteles, y las típicas estatuas recargadas. No cobran por entrar, pero sugieren que uno debe ser generoso con la donación que haga.

 Al frente, en la plaza central, una estatua de Martín Lutero parece recordarle a todos que el que cree, que crea, si le da la gana y si no, tampoco hay pleito.

Mi querida profesora, Angelika, de Alemania Oriental, siempre nos decía de su profundo agradecimiento con los soviéticos por reconstruir la ciudad. Al ingreso, hay un palacio de la cultura con un mural dedicado a los trabajadores. En casi todas las ciudades del este encuentra uno esos lugares como salones comunales, a donde la gente se reunía, se impartían clases, se hacían exposiciones y, en general, eran el centro de encuentro del pueblo.

En contraposición, hay un mural de azulejos dorados enorme, donde se ven a todos los reyes sajones. Para construirlo, los azulejos fueron horneados 3 veces a 2500 grados. Por eso, los 1800 grados de la tormenta de fuego del 45 no le hizo ni cosquillas y ahí sigue, al costado de la corte suprema de justicia de Dresden.

Hay una conexión retorcida entre Dresden y el fuego. Es la capital tradicional de la cerámica, esa de color blanco con azul, tan cara y tan reconocida a nivel mundial. El reloj de los jardines del Rey da la hora con campanas de porcelana y suena muy distinto a las campanas tradicionales de metal.

Tanto rococó, tanto despliegue de riqueza, tanto pasaje elevado para que los reyes y la corte no se mezclara con la chusma, me pone a pensar cómo sería la vida de los que eran pobres aquí en los mejores años de la ciudad.

Llegamos en lo que prometía ser un trayecto apacible de tren, si no fuera por una pareja de un argentino con una italiana y sus dos monstruitos, que en una ensalada de idiomas interrumpieron el sueño de todos sus sacrificados oyentes. En algún momento la italiana se encontró con una paisana y los gritos fueron tales, que uno de los güilas se puso a gritar “Mamma!” probablemente segura de que la estaban matando.

El recepcionista del hotel era un muchacho venezolano, contento de hablar un poquito de español. Nos contó que esta esquina olvidada del mundo hay más de 5 mil venezolanos, así que no es tan difícil encontrar arepas por aquí.

La ciudad se recorre en poco tiempo y para donde uno mire, es bonito. Aparte de las huellas del incendio, están las del cáncer de la globalización. Hace 10 años había muchas tienditas locales que invitaban a entrar a todas y cada una. Ahora ya no queda ninguna y las mismas marcas de los malles gringos abundan en estas calles barrocas.

A punta que las quejas de Pato de lo mucho que le duelen las piernas, paramos por un puntalito. Strudel del de verdad, no como el que yo hago. Y yo… bueno, yo tropecé de nuevo con la misma piedra. Por muerta de hambre me pedí un pie de cerezas, que cuando lo trajeron, se veía divino; pero cuando me lo metí a la boca, se desvanecieron mis sueños. No es que estuviera feo, sino que como todo lo de aquí, le faltaba como 4 tazas de azúcar. No me debería extrañar, porque los anuncios en la tele durante los programas para niños pasan anunciando nuevas versiones de alimentos para ellos cada vez con menos azúcar!!! O sea, tan ácido, que uno se frunce.

Hay una señoras mayores que andan por todo el pueblo con sombrero rojo de ala ancha y vestidas de rojo y morado. Traté de preguntarle a la mesera, que solo me levantó los hombros y me dijo que no tenía ni idea. Marce me recordó que aquí nadie se mete en la vida de los demás. Pero yo necesito saber y lo malo es que internet no tiene ni idea.

El aire es mucho más limpio que en Berlín, el ritmo de las cosas es más lento. La ciudad más pequeñita y para donde se mire, es una oportunidad de foto bien bonita. Nos ha hecho buen clima.

El transporte en la ciudad es con los tranvías amarillos clásicos de Alemania Oriental. Me llama la atención que, cada vez que para un bus, un metro, un tren, o un tranvía, siempre está lleno de gente llegando, con maleta en mano, revisando el horizonte, absorbiendo el paisaje y tratando de orientarse; como si así lo hubieran estado haciendo desde el principio de los tiempos.

Entre ayer y hoy me he preguntado el sentido de venir a Alemania, que, evidentemente, no es por su insípida comida local. Puede ser sí, para que Pato se exponga más al idioma y a la cultura. Pero debería haber algo más, alguna moraleja, alguna conciencia de lo que implica una guerra, algo tan desconocido para nosotros como costarricenses. O de los riesgos del exceso. O de cómo todos tenemos esa capacidad de crueldad y es solo cosa de darnos alas.

Igual que en Berlín, toda Dresden florece. Hay abejas por todos lados, pero no hay mariposas ni moscas, ni otros insectos. Me hace pensar en cómo, en el caribe, todo parece estar siempre en movimiento, siempre vivo.

También es la ciudad donde nació mi amiga Cornelia, su mamá y si tía Innie (Ingrid). A las tres las conocí y me abrieron sus casas y sus corazones. Solo por eso, Dresden no parece tan distante ni tan ajena.


Gotitas de lluvia

6 respuestas a “París a la orilla del Elba”

  1. @solentiname Tal vez @mina nos puede dar razón de las señoras de sombrero

    1. @laescude

      Mina sabe.

      Lo de las señoras de sombreros rojos y vestidos violetas no es una cosa específicamente sajona o alemana, sino un movimiento que se inició en EEUU. Se llama Red Hat Society y la idea es demostrar que las mujeres un poco mayores también tienen ganas de pasarla bien y tener una vida llena de alegría y color.

      Muy linda la reseña del paseo por Dresde, pero me ofendí un poco por lo de la cocina alemana insípida.

      Hasta ahora nadie ha dicho esto de la mía.

      @solentiname

      1. @mina @solentiname En CR diríamos Mina “conoche” 😀 gracias

        1. @laescude

          Gracias a vos. Si no hubiese sido por vos, no hubiera encontrado el relato tan lindo.

          @solentiname

      2. Tal vez hemos tenido mala suerte con la comida. Eso sí, AMO el Wienerschnitzel

        1. @solentiname

          Admito: Hay mucha gente que no sabe de comidas y hay mucha gastronomía bastante mala.

          Pero se puede comer muy bien en Alemania. Y cada región tiene su propia manera de preparar cosas.

          En realidad creo que en cualquier país hay cosas muy ricas. La cultura de la comida y su preparación es un aspecto central de la vida humana.

          OK. Ya te diste cuenta. No solo me gusta cocinar, también soy comilona. Ejem.

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