Desde la llegada de Pato, tengo la excusa perfecta para no pensar en la Navidad desde setiembre. Me puedo concentrar en el cumpleaños de él, pero cuando pasa el 4 de noviembre, se levanta de nuevo el fantasma de las Navidades pasadas.
Como todos los años, me debato entre decorar o no. Cuándo. Si me deprimiré. Si la depresión tomará forma de enojo. Qué pensará Pato, que ya está lo suficientemente grande y ha pasado suficientes Navidades como para saber que por más desesperado que él esté de ver todo de Navidad, mamá tiene sentimientos encontrados.
Porque las luces, los colores, los regalos, la música, la alegría… le hacen el efecto contrario y la ponen muy triste y le despiertan dolores muy antiguos. Puedo disimilar por amor a él. Puedo pelear con mis demonios y controlarlos o enfrentarlos en algún lugar dentro de mí tratando de que nadie lo note.
Parte del disimulo son mis compras impulsivas de Navidad. Hoy llegó mi sueta:
La escogí conscientemente. Amo los dibujos de la caricatura del Grinch. Y el perrito en especial.
Y hoy lo entendí. O creo que lo entendí. Soy el perrito del Grinch. Un animalito querendón, un poco torpe, que en el fondo se pone feliz con la Navidad, pero que por alguna lealtad tóxica, se hace el que odia la Navidad, para no quedar mal con el Grinch.
Tengo que conectar con el perrito y soltar la cadena que no está ahí. Que se quedó en el pasado.
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