Estoy vieja. No sé usar Instagram. No veo tiktok porque es como crack. Lo evito al propio. Tengo mis programas fijos en you tube que me gusta escuchar y aunque intenté opciones a Twitter, ninguna mi atrapó y es ahí donde leo noticias y chismes, curando cuidadosamente mi time line y protegiéndome con un candadito. Linked in es mantequilla.
En FB, me aburren los anuncios, las sugerencias y que me lean la mente. Cada cierto tiempo, hago limpieza de contactos y luego me aburro. A veces me meto en perfiles de personas conocidas para ver en qué andan o cuál es su última retahíla.
En esas, ayer vi unos videos durísimos. Se trata de prueba tomada por los vecinos de una mujer que, supuestamente, vende drogas y maltrata a su hijo de cuatro años. Solo se escucha el audio.
En uno de ellos, se escucha cómo ella le dice al niño que es una desgracia ser su mamá, que desearía regalarlo a alguien o dejarlo botado y lo insulta, con desprecio y malas palabras. Atrás, solo se escucha al niño llorando, muy dolido y asustado.
En el otro, aparentemente se toma desde fuera de la casa de ellos, porque la madre sale de noche y deja al niño solo. Aquí se escucha al niño llorando, llamando a su mamá, rogándole que no lo deje solo.
Espeluznante. Fue muy difícil verlos/escucharlos completos. El dolor y el miedo de ese niño era dolorosamente real. No era necesario tener imágenes.
Me puse a pensar en la fuerza de la maternidad, esta relación intensa y extraña. No tanto desde el punto de vista de la madre, sino de uno como niño. Como a pesar de esos rechazos, desprecios, insultos y maltratos; en esos momentos de miedo y peligro, ese chiquitín le ruega a su mamá y la invoca “Mamiiii”.
Confía en que la misma persona que le asegura a diario que su nacimiento le desgració la vida y que quiere abandonarlo, lo proteja de la soledad y la oscuridad.
Porque entre en dolor y la nada, preferiría el dolor.
Yo sé que es así. Y lo entiendo.
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