México DF parecía una ciudad inacabable. Ya habíamos visitado Sochimilco, Chapultepec, las pirámides, el Pocatepetl (“Vela- me dijo Mimí- parece una mujer dormida”) y yo me había enchilado por la insistencia de querer comer auténtica comida mexicana.
Esa tarde mi tío Adolfo anunció que mañana conoceríamos, en persona, a Cantinflas. De la emoción, yo quedé muda y me fui a rebuscar en mi maletita roja pensando en qué ponerme para semejante acontecimiento.
Doña Dafne llegó por nosotros en el carro de la embajada. De camino, le hablaba a Mimí de lugares e historias. Yo iba demasiado concentrada planeando qué decirle cuando lo conociera. Tal vez algún localismo, como “Qué padre conocerte” o algo. Mi prima Némesis se revisaba la ropa perfecta y se comparaba de reojo conmigo para asegurarse de que ella, como siempre, fuera la mejor vestida. Me interrumpió con un dejo de asco:
“Tenés las uñas llenas de tierra, por variar”
Le levanté los hombros y me hice la desentendida, pero desesperadamente traté limpiarlas con los filos de las otras uñas, succionando la mugre, buscando alguna esquinita que me sirviera de cortauñas improvisado y todo intentando que nadie me viera para que no me dijeran cochina.
Al llegar, Mimí nos advirtió de las reglas básicas de la urbanidad “Saludan, dicen síseñor, muchas gracias, porfavor y compermiso. Se comportan como la gente”. Nos colocaron ante la puerta y tocamos el timbre.
Cantinflas, sonriente, ya viejito, mi Cantinflas de tantas películas en blanco y negro de los sábados, de los microprogramas de Canal 6, apareció frente a nosotras.
– Y a quién tenemos aquí?
Por un momento, ninguna de las dos dijo nada. Yo estaba juntando ánimos para decirle que lo adoraba, que no me perdía sus películas, que me sabía algunos diálogos de memoria, que yo lo imitaba, que sabía su nombre real, que lloré en aquella donde adoptaba a una chiquita con un lunar en forma de fresa; que seguro por eso mi tío Adolfo nos había traído a conocerlo y que si tal vez me podía tomar una fotito.
Mi prima fue más rápida, con su típica arrogancia:
– Némesis, mucho, gusto. Yo soy la más linda de la familia.
No hacía falta que hiciera eso. Era evidente. Los ojos claros, la piel blanca, el pelo rubio de colochos. Ella era que la parecía una muñeca. Yo no. Así era siempre. Mimí, viéndome lo ojitos dolidos, trató de arreglar aquello:
– Ella es la inteligente.
No estaba yo para premios de consolación y menos para la certificación familiar de patito feo. Se me llenaron los ojos de lágrimas, mientras mi prima insistía en su condición privilegiada. Estaba segura que, como todos, él cedería ante su encanto y yo quedaría relegada a cualquier esquina. Así era siempre.
Cantinflas hizo a Némesis a un lado y, tomándome de la mano, me cuchicheó: “No me caen bien las mocosas engreídas”.
Me sentó en sus regazos y me preguntó que si yo sabía quién era él. Le dije que sí enfáticamente con la cabeza y le chorrié todos mis conocimientos entre mocos a medio jalar. Quiso saber cómo me llamaba. Le puse una adivinanza: en uno de sus microprogramas él hablaba de un vals que sonaba en todas las fiestas del México de la colonia. Yo me llamaba como el vals. Y no me decepcionó. El supo de inmediato de lo que le hablaba.
Pasamos la visita, él y yo hablando de cualquier cosa, riéndonos de mis chistes, preguntándome él en qué grado estaba, si me portaba bien, cómo era Costa Rica, pidiéndome que le dijera más adivinanzas.
Me animé a decirle que yo lo imitaba. Dijo que quería verme.
Entonces, a mis ocho años, para el cómico más grande de América, hice gala de mi talento para los acentos y demostré que yo también sabía cantinflear, incluso antes de que fuera un verbo admitido por la Real Academia. Y por primera vez, fui cisne.
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