Conforme fueron llegando a la plaza, los requisaron, como si fueran delincuentes. Había una sola entrada. La policía, armada, acordonó la plaza. En Tlatelolco, en la historia, en América, esa siempre es la antesala de la matanza.
Cuando empezaron a llegar los ministros y la gente de gobierno, la gente se abalanzó, a insultarlos. “Vende patria” entre los gritos más frecuentes. Entonces para garantizarles que entraran tranquilos, sin ser atacados por las botellas y los paraguas que fueron requisados y suponiendo que superaran el acordonamiento, la policía forzó el ingreso de los caballos. No se sabe cuántos fueron golpeados. Sí se sabe que había mujeres y niños. Alguien después dijo que lo de los caballos se solucionaba con bolinchas y todos se van al suelo.
No hubo gas, pero si hubiera habido, alguien hubiera dicho que eso se arregla con limón o con vinagre en un pañuelo.
Al día siguiente, los periódicos no dijeron nada. La televisión tampoco. Hablaron solamente de estudiantes revoltosos y gritones y de un presidente diciendo ante una masa cautiva y atemorizada, acordonada y majada por caballos, que ese país estaba cautivo por su propio temor al cambio.
Eso no pasó en los setentas. Ni en la plaza del zócalo controlada por López Obrador. Ni en las manifestaciones chilenas del 11 de setiembre. Pasó, un día de la independencia, en el país gobernado por segunda ocasión por un Nobel de la Paz que se precia que llevamos 120 años de ininterrumpida democracia…
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