Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Gore

desde la isla de

Cuando me tomé las mismas pastillas de todos los días, sentí que la cápsula de una se quedó pegada en la traquea. Una sensación que me raspaba y quemaba por dentro, como un reflujo sintético y necio. No cedía aclarando la garganta, tragando saliva, ni con agua. Poco a poco empecé a sentir la náusea. Entonces tomé las medicinas para eso. No servía. Tres episodios de arcadas secas y de ojos llenos de lágrimas. El cuerpo estaba tratando de expulsar algo, pero nada salía.

Igual salí y me fui a comer pastelitos venezolanos andinos con los amigos de la piscina que nos vendió un muchacho con un acento dulce de Mérida.

Cuando volví, directo a la cama, como los sábados en casa de mi abuela, a leer, ver tele, jugar con Pato y desear que se me calmara el estómago.

Apenas me acosté, sentí que algo me picó los brazos y vi algo brincando en la cama. Una cosita negra, chiquita. Los anteojos revelaron que la mancha era un mosquito. Los odio. Ojalá tuviéramos esos inviernos fríos que los hace caer al suelo helados.

Fallé el manotazo, pero el animal pesaba tanto, que no podía salir volando. Brincó torpe con las patas extendidas hacia un lado. Me recordó la escena de Drácula cuando baja por una torre igual que un murciélago. Volvió el asco. Es una injusticia con el Conde, él que siempre fue tan elegante, presentarlo como un bicho de estos.

Escuché que en guaraní les dicen Uña del diablo. No hay un nombre mejor puesto. Quién sabe si será cierto

Pato me pide una tortilla de queso, recalentada en comal, volteada con la mano

“Con natilla?”

“Sí, por fa”

Igual que los sábados en la noche en la casa de mi abuela


Gotitas de lluvia

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