como la espuma, que tiene el mar…
Hay que dejarse de cosas: Todas quisimos, entre los 5 y los 8, llegar a ser Miss Universo. Y tal vez, por un minuto iluso, hasta creímos que, quien quita un quite, era una posibilidad real si uno se lo proponía. Eso y el mito del príncipe azul (que en mi caso particular se llamaba Felipe, como el borbón y como el de la Bella Durmiente de Disney) eran todas las aspiraciones a esas edades mozas.
Mi prima Némesis y yo jugábamos todos los sábados a Miss Universo. Para evitar discusiones, las dos competíamos bajo el título de Miss Costa Rica. Había desfile en short de educación física, bata de dormir de noche de mi abuela, demostración de habilidades deportivas (vueltas de carnera en el piso), habilidades artísticas (cantar, bailar o recitar) y la pregunta clave de la final, de esas de qué pensaba yo que necesitaba el mundo para ser feliz o que le pediría a un genio egoísta que solo me concediera un deseo (“más deseos” es la respuesta perfecta).
El panel de jueces lo constituía mi pobre primo Rodo, 4 años menor que nosotras, que en pañales y sentado en el suelo, se mordía el dedito ante el predicamento de perder el cariño de una de las dos o ceder antes las amenazas de pellizcos y promesas de confites. Salomónicamente, ejercía el infalibe sistema del tin marín de do pingüé.
Yo siempre perdí. No tanto por el azar de donde cae el “que ella fue”, sino porque Némesis insistió y nos convenció, televisor en mano, que nunca se había visto eso de las mises universo morenas y pelo negro y lacio.
“¡Las mujeres bonitas y las muñecas tenemos los ojos azules y la piel blanquita!”-decía, mientras saludaba emocionada al público que la aclamaba,le colocábamos la corona de papel cartulina y le entregábamos el ramo de pomas robadas del jardín.
Némesis me consolaba diciendo que ser la primera princesa era también una posición muy aventajada, aunque solo concursáramos dos. Y sábado tras sábado, nos tomábamos de la mano ella realmente emocionada y yo fingiendo sonrisa, para escuchar el veredicto que reconfirmaba que la belleza, en América Latina, no era del color de mi tierra.
Yo, por las noches, le pedía al angel de la guarda que me concediera un deseo y me hiciera blanca.
“Un pescado con bombín
se le acercó
y quitándose la bomba
la saludó…
Pero válgame Señor!
¿Pues qué no ves
que así negra estás bonita,
Negrita Cucurumbé?”
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