La verdadera revolución sexual para la generación de mi mamá no fue ni trabajar, ni ir a la U, ni la pastilla anticonceptiva. Fue aprender a manejar y tener su propio carro.
Esa fue su libertad. Su orgullo, conocer todas las callecitas, barrios y atajos, porque eso hablaba de su espíritu de aventura, de ir por todas partes y preguntar a alguien en la calle si se perdían.
Con uno en el asiento de adelante, con el brazo de ellas de cinturón de seguridad. O atrás, jugando con los primos, comiéndose una mandarina, asomando la nariz por la ventana abierta, sintiendo el viento entre los dedos de la mano extendida, preguntándose cómo hacía la luna para seguirnos.
Ahora que van llegando a los 80 años y parece que la vejez las sorprende y no terminan de aceptar, como nosotras, que no eran eternas; se niegan a renunciar a lo que les sirvió para escapar de la casa, porque en el carro no existen presiones altas, problemas de movilidad ni enfermedades crónicas.
Deja un comentario