Muchas primeras veces. Primera vez que me reunía en esa ciudad, primera vez que manejaba un carro automático. Primera vez que me animaba a lanzarme en una carretera nacional, sola, hacia el sur. Primera vez que me quedaba en un hostal en esa ciudad, después de dos noches en un hotel que ni teniendo el dinero querría yo alguna vez pagar, por caro; de princesa a mendiga. Primera vez que me enfrenté con un tornado de lluvias, viento y granizo en un caminito rural. Primera vez que leí To kill a Mockingbird en las noches de hotel. Primera vez que vi a los primeros Muppets y le sonreí a ese pedazo de viejo abrigo verde descolorido que hoy es el que fue el primer René.
Muchas repeticiones: Noches sin dormir, dos días seguidos sin comer, una cama dura, un baño compartido, carreras por todas las calles, el calor pegajoso del verano, las visitas de dos minutos a los museos conocidos. Perderme, mapa en mano. Los monumentos; Lincoln, enorme y sentado; el osito de peluche, las flores, las lágrimas en el monumento de los muertos en Vietnam. El metro, el aeropuerto, de aquí y de allá, las esperas. El olor. El acento educado y neutro de CNN y tres horas al sur, el drawl espeso que me hacía sentir en una película y que me obligaba a mí y al otro a repetir despacio, sonriendo, educados, tratándome de lady y de yes ma’m. la maleta demasiado chica. Lo que siempre olvido. La uña quebrada.
Ver a Kat. Sonreír con Kat. Comer con Kat. Ver dormir a Kat. Planear con Kat sueños que tienen como requisito poder hacerse realidad. Pensar en cómo seré yo de viejita. Cómo estará mi salud, cómo enfrentaré la adversidad o la enfermedad, quién vendrá a sonreír conmigo, con quién podré soñar.
Hubo también descubrimientos: Que debe ser una ciudad muy triste, porque no encontré una sola juguetería. Que ya no venden cerezas frescas en la calle. Que la Casa Blanca está rodeada de calles desoladas y policías. Que dos helicópteros de guerra la sobrevuelan la ciudad todo el día, Qué se siente– me dijo alguien- estar en una ciudad objetivo de Bin Laden?. Que prefería la peste del sudor de verano que bañarme en ducha compartida. Que si la conexión la pierdo por mal tiempo, la que paga el hotel en la otra ciudad soy yo y ellos, los dueños del avión, sabían que en esa otra ciudad no había campo en los hoteles por el mal tiempo. Que el que paga viaje en primera pasa antes que los demás en todas las filas, incluyendo la de seguridad. Que ya no se esfuerzan siquiera en disimular que el dinero manda. Y si usted no lo tiene, se calla. Que si tengo que escoger ciudad, prefiero San Francisco. Que cuando se viene a trabajar no queda tiempo de turistear y ni siquiera de comerse un heladito de cereza. Que la laptop, siempre, pesa.
Y al regreso, cansada, hambrienta, tensa, deseosa de volver, pensativa, enfrentada a muchas realidades y recuerdos y pensamientos nuevos, con la libertad de ser una total desconocida, lloré todo el vuelo y usé de excusa la película. Llegué a mi conexión con los ojos hichados, los jeans sucios, desgreñada y arrugada y cargada de bolsas de compras de regalos para mis sobrinos postizos y unas palomitas de maíz demasiado saladas como desyuno/almuerzo. Me dejo caer en un asiento feliz de no haber perdido el vuelo y suspiro.
Hay algo que tienen los ticos en el extranjero. Una actitud, una forma de moverse, un código secreto que hace que uno los reconozca y se sienta en casa con solo verlos en la misma sala de espera aunque no los oiga hablar. Después de derrumbarme y abrir mi libro, me doy cuenta que con mi llegada, se produjo un incómodo silencio.
Una señora, que pudo haber sido la mamá de cualquiera, se vino a sentar a mi lado. Como no dejé de leer, me tocó suavemente el brazo:
Usted es Solentiname, verdad?
Respiré hondo para forzar una sonrisa y asentí apenas con la cabeza
Yo siempre veo el supuesto programa de sexo.
Gracias– le mascullé. Tal vez yo no quería hablar con nadie. Tal vez yo quería seguir llorando. La señora, esa, la que parecía la mamá de alguien, no se iba y ya me imaginaba yo que me interrogaría de la vida y milagros de mi amigo M, o peor aun, me contaría de su propia vida, y ya yo, por adelantado sufría. Ella siguió:
Porqué no se va a lavar la carita y se peina un poquito?
Yo abrí los ojos enormes. Ella tenía que decirme que le encantaba el supuesto programa, que yo me veía distinta en vivo, que vacilón que es mi amigo M, que qué maravillosa labor hacemos por los analfabetos del sexo. Pero no. Me dijo Porqué no se va a lavar la carita y se peina un poquito?
El cansancio y una tristeza me impedía salir del asombro y no le pude contestar. Solo la veía, la veía decirme que me fuera a lavar la carita y me peinara un poquito. Ella lo notó y a modo de disculpa, me dijo
Es que aquí hay muchos ticos que vemos el programa, me entiende?
Yo me levanté obediente. Y me fui a sentar al último rincón, donde nadie me viera en mi estado de basurero, tan lejos del glamour de las luces de televisión, que se confabulan con el maquillaje para que esta palomilla gris aparente ser mariposa.
Fue cuando llamaron por los altavoces avisando que se iba el avión que me pude levantar, entrar corriendo al avión, sentarme en mi puesto, cerrar los ojos y no volverlos abrir hasta que una azafata anunció:
La hora local son las nueve con quince minutos. Gracias por preferirnos.
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