Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Absolutoria

desde la isla de

1985

Hacía calor húmedo de zona bananera. Para esas vacaciones yo recién había cumplido 13 años. Faltaban un par de meses para la primera regla.  Recién llegábamos desde San José, mi abuela Nena, mi primo Enrique, y yo, a visitar a mi tía y a su familia.

Esa noche, Enrique y yo nos quedamos en la sala, hablando en voz bajita de cualquier cosa. Mi tía había salido. El marido andaba de viaje.  Nena y los más pequeños ya se habían acostado.

Enrique jugaba basketbol. Era alto, moreno y atlético, con una sonrisa tímida y una voz suavecita. Mis compañeras, en los recreos, hablaban de sus primos, de sus amores platónicos, de besuqueos a escondidas. De Enrique me enamoré con todas las fuerzas, segura de que lo disimulaba sin problema.

Desde hacía unos meses, él había asumido enseñarme a  ser adolescente. En Semana Santa, me propuso un experimento: acostarnos uno muy cerca del otro para ver si era cierto que daban ganas de algo. Le dije que no había funcionado. Mentí.

Me trataba de enseñar a bailar. Me preguntaba si alguna vez me habían dado un beso.  Me contaba de los corazones de cartulina que le mandaban en los festivales, de cuando lo llamaban a la casa para cortar cuando él contestaba, de los quince años y los apretes.

Esa noche me propuso otro experimento. Recostaría su cabeza en mis regazos y veríamos qué pasaba. Yo le tocaba el pelo. Lacio, corto, suave. Le volví a mentir. “No sentí nada. No funcionó”.

Dijo que bailáramos y apagó la luz. No recuerdo la canción. Recuerdo sentir su energía cuando se iba acercando, sus manos en mi cintura, su abrazo y las instrucciones, al oído: “No se mueva tanto. Es apenas llevar el cuerpo de un lado a otro. Tranquila. Cierre los ojos. Sienta la música. Despacio”. Con cada respiración profunda, el aire le hinchaba el pecho contra el mío.

Una eternidad tibia, oscura y húmeda de casi tres minutos.

“¿QUÉ ESTAN HACIENDO? Se van a acostar YA!” Nena estaba en la puerta de la sala, con la luz prendida, fúrica. Esperó a mi tía y las oí hablando entre ellas, llamando varias veces a San José.

Esa noche pasé con náuseas, temblores, mareos, sudando frío, con mucha culpa, mucho miedo. Una sensación de suciedad profunda y la vergüenza. Nena nos había visto.

Nena nunca me había querido. Me trataba diferente, distante. Enrique era el mayor de sus nietos y su favorito.  Siempre la oí decir que los nicas somos así. Vulgares, indecentes, capaces de cualquier cosa.

Cuando amaneció, me mandaron sola para San José, sentada en el asiento del copiloto porque solo ese campo quedaba en la avioneta.

Nadie me dijo nada. No hubo castigos. Pero a partir de ese momento, perdí todo contacto con Enrique. Nunca estaba cuando lo llamaba y no sé si él me pudo llamar alguna vez. Nunca volvimos a coincidir en nada sin patrullaje familiar pesado.

 

 

2020

No ha empezado la pandemia. Mi tía, la mamá de Enrique, nos invita a tomar café. Vamos mi hijo, mi mamá y yo.  Nena lleva varios años muerta.

Empiezan a hablar de mi otra tía, su hermana, la que vivió en la zona bananera. Lleva más un de año con un deterioro cognitivo impresionante, casi en estado vegetal. La cuida la hija menor. El mayor  no la visita porque le da miedo verla.

Enrique se casó hace muchos años. A mí no me invitaron. No tiene hijos. La esposa se lleva mal con mi tía y no se hablan. Enrique visita a los papás a escondidas.

Hace mucho tiempo no pienso en él. Yo me enamoré solo 3 veces más con la misma fuerza.

Comentan, entre ellas, lo impresionante del estado de su hermana, con cierto temor de que les pase lo mismo. Comparan antecedentes familiares y concluyen que nadie ha tenido nada parecido. Mi tía se lleva la taza a la boca y hablándole al café, lo suelta: “Tal vez fue por todas las veces que la violó el marido”

Pongo atención por primera vez “¿Qué?” Mis tías no hablan nunca de eso.

Sí. El marido la violaba, a cada rato.  Ella quedaba con moretes, golpes, lesiones, enfermedades venéreas y la humillación y el dolor y la rabia y los ojos rojos de llorar tanto. A veces los hijos oían los gritos. Ante los demás, él se portaba coqueto y seductor con ella, como un hombre muy enamorado.

Ella se venía a San José cuando la cosa se ponía muy violenta. Entre las hermanas y Nena la recibían, le daban plata, la consolaban, le compraban comida para que llevara de vuelta a la casa y no tuviera que pedirle nada al marido. Trataban de convencerla de que lo dejara y lo lograron, hasta muy tarde, cuando él ya tenía cáncer.

El marido era nica, como yo. Hablaba duro y le decía “amor” a los hijos, con el acento que no perdió nunca. Tomaba mucho guaro y era mujeriego.

Ahora entendía porqué esa tía siempre fue tan estricta con sus hijos, rayando en la violencia. Su fe casi fanática en el Padre Minor, la Virgen Dios y  la Iglesia. Las veces que me preguntaba si yo veía de vez en cuando a su primer novio, un abogado, y si él preguntaba por ella. Tantos rosarios, tanta culpa, tantos suspiros, tanto arrepentimiento.  La evoqué, cocinando en la casa de la zona bananera, siempre en vestido, con fustán y medias de nylon. Sentí otra vez el abrazo de mi primo, el calor húmedo y la canción suave.

Mis tías, mi mamá y Nena siempre habían sabido eso porque entre ellas se lo contaban todo. Nos mandaban a nosotros en vacaciones para evitar las violaciones por un par de días.

Entendí que esa noche, Nena las había llamado y les contó lo que había visto: A Enrique, que tenía para entonces quince años; conmigo, tonta de ilusión del primer enamoramiento.

No había sido yo. No era la Jezabel, no era mi sangre nica. No fui yo. Nunca fui yo.


Gotitas de lluvia

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