Hoy fue mi última aplicación de quimio. Fueron 6 en total y se supone que no muy fuertes. No se me cayó el pelo, pude seguir trabajando, no quedé en una cama, no vomité ni una sola vez.
Pude seguir nadando, aunque menos tiempo con una energía más limitada. Tuve (tengo) chemo brain, donde todo se me olvida si no lo apunto y olvido palabras que tengo en la punta de la lengua. Una neblina parqueada en mi mayor orgullo: mi capacidad mental
Con cada aplicación se sentía peor, por la acumulación de medicamento. Esto, más que cualquier cirugía, siempre había sido mi peor pesadilla.
Fui cerrando facetas de mi vida, retirándome de cosas que normalmente hacía, sin decirles nada, porque ver su normalidad y comportarme yo como si nada, me daba esperanza.
Pero hoy fue la última. No hubiera podido hacerlo sin el apoyo y el cariño de muchas personas: a las que les quedé mal por atrasos, a las que tuve que decirles que no podía seguir mientras tanto y no se resintieron, sino que me apoyaron, a los que llevaban las cuentas y las fechas de cuánto faltaba, a los que me reclamaron cariñosamente que no les había contado y estuvieron a la par mía, a los que, con su mano en la espalda, me empujaban con amor a seguir nadando, caminando, a mantenerme activa, haciéndome comida; a las que entendieron y respetaron mi silencio sin soltarme nunca; a los que me siguieron tratando casi como si nada, sin dejarme caer y me siguieron dando trabajo; a los clientes a los que sí les conté e hicieron lo imposible por ayudarme; a la gente de la oficina que se puso a disposición; a los alcahuetas que me complacieron cada antojo; a los que entendieron que a veces necesitaba llorar y me abrieron los brazos; a los que me llamaban, a los que ofrecían llevarme al tratamiento, a los que ya han visto seres queridos en este estado o lo han vivido en su propio cuerpo y comprenden la experiencia y la comparten.
A los que lo trataron con naturalidad. A todos, los que a su manera, con mucho tacto y directo del corazón me hicieron saber que era importante en sus vidas y que podía contar con ellos. A los que siempre me mostraron el silver lining. A las que me llevaron a la playa para tener 36 horas de vacaciones de la maternidad. A los que me ayudaron con los trámites, a los que me ofrecieron dinero si hacía falta. A los que rezaron por mí y encendieron velitas y me lo dijeron o no. A los que lloraron y rieron conmigo. A la que me daba ánimo diciendo que mi cuerpo resistiría y no me permitían sentirme débil. A la candelita que mi mamá prende en el baño para casos duros. A los que conociéndome y sin conocerme me ofrecieron remedios caseros y holísticos, aunque no creo en eso. A todos los que nunca me permitieron sentirme sola y tener lástima de mí misma. Y al amor, a Marce y a Pato, al amor que es la motivación más grande para sentir que uno quiere vivir, que tiene sentido vivir y que vale la pena.
Patito, que aprendió a decirle la vacuna del mareo, que se hacía el fuerte, que aceptó los cambios, que unilateralmente puso al papá a leerle los cuentos en la noche “para que yo descanse”, que se tuvo que acostumbrar a que le diga que estoy muy cansada, que cuando me oía llorar llegaba a darme abracitos y besos y preguntarme si quería algo y me aseguraba que él no se asustaba por eso, porque el cansancio no es un dragón pero sí lo es y le agradezco que me mintiera con amor. Pero también se aferró a su peluche, se empezó a orinar de nuevo, hizo berrinches y travesuras que llevaron a la desaparición de muchas cosas de la casa.
Mi quimio era preventiva. Pero con sus efectos, costaba mucho mantener la mente clara de que estoy sana cuando me siento tan mal. Sin saberlo, antes de la cirugía me había preparado, leyendo a Viktor Frankl y el sentido de la vida y a la Dra Eggert con La Bailarina de Auschwitz. Leyendo a Mr.Rogers y con años de deporte que me permitieron entender mejor al cuerpo y por primera vez oírlo y entender lo que decía.
No imagino cómo sería una quimio como tratamiento, estar esperando el resultado. O repetir. O que sea paliativa y lidiar con acostumbrarse a la idea de la muerte que nos es tan ajena.
Las dudas, el miedo, el pánico al contagio de Covid, la pulseada de la vacuna, las pesadillas, las lágrimas, las conversaciones, los recuerdos, los descansos forzados, el cambio de ritmo: todo, me hizo crecer y aprender muchísimo. El cáncer no falla en eso. Y, bueno, la pandemia tampoco: se reacomodan las prioridades y se comprende mejor muchas cosas. Uno se hace más fuerte. Uno cambia su percepción de uno mismo. Uno se abre a los demás con miedo pero luego entiende que fue la mejor decisión.
Y también entiende que está bien llorar y sentirse mal y tener miedo. Que puede pedir ayuda. Que puede comer cosas que lo reconfortan aunque no sean sanas: Cada jueves antes de la aplicación, una ensalada extra grande de la Soda Castro. Por eso debe ser que aunque me queda un tercio de estómago, no he bajado más de peso.
Para el momento de la cirugía y la quimio estaba en la mejor condición física que he tenido en la vida. Me sentía fuerte y amazona. Y fue la mejor condición para recibir este tratamiento. Al principio creí eso que me dijo el cirujano de que todo estaba en la mente. Pero conforme avanzaron los meses y las sesiones se hizo evidente que no todo estaba ahí, porque no es la mente la que se imagina estos mareos o esta sensación de electricidad en los brazos.
No quiero volver a pasar por aquí. Nunca. Fue mejor pasarlo yo que ver a Pato pasando algo así. Pero ya terminó y ahora toca empezar a volar de nuevo hacia el sol, con alas que no se derriten ni se queman y con la vista clara, sin lágrimas ni dolor, puesta en la próxima etapa de mi vida.
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