Hoy, como todos los años, Mimí me llamaba a las cinco de la mañana y me cantaba cumpleaños. Yo, desde unos veinte minutos antes esperaba totalmente alerta y despabilada en la cama, esperando el timbrazo y fingía voz de sueño cuando salía disparada a contestar. Fingía que no sabía qué día era, o porqué me estaba llamando, aunque sonreía orgullosa no solo porque Mimí me llamaba, si no porque desde siempre y hasta ahora, mi cumpleaños sigue siendo un día especial.
Me tomaba la llamada de Mimí como una sorpresa, y me complacía que la estrategia de hostigamiento, según yo, había dado excelentes resultados. Llevaba tres semanas llamando a Mimí a cualquier hora, todos los días, fingiendo una voz grave y usando un pañuelo en el teléfono para distorsionarla. “Señora, sabe quién le habla?” empezaba, y sin darle tiempo de responder, le recordaba los días que faltaban para mi cumpleaños y luego un click! insolente. Me sentía digna de ser mafiosa. Sole Capone. Atosigando a Mimí.
Y de hecho hasta hace poco contaba la historia de mis llamadas anónimas y de las tácticas de Isla Nostra, narrando divertida como Mimí intentaba gritar “PERO QUIÉN ES?!” o “ESTE TELÉFONO ESTA INTERVENI..” antes de que le tirara yo el teléfono, de cómo al almuerzo, nos contaba a los demás muy preocupada, de esas sospechosas llamadas y se declaraba ignorante de la autoría mientras yo me reía bajito detrás de una hojita de lechuga, o en las noches, cuando me forzaba a rezar (“Para que no te acostés como los animales”-me decía). Me hacía incluir especial petición para que esa persona misteriosa dejara de atormentarla por teléfono. Por años, yo creí que Mimí me creía. Por años, Mimí se encargó de que la creyera fuera yo.
Mimí me dio además las herramientas necesarias para sobrellevar la dinámica familiar: la manipulación y la intriga, aderezada con suficientes clases de actuación para que en lugar de sentirse uno vilmente usado o mangoneado, sintiera cariño. Mimí le hacía maldades a sus nueras- que fueron muchas, las nueras y las maldades- y yo era el testigo. Mimí nunca iba a las fiestas de mi cumpleaños, porque estaba mi familia materna, y aunque se muriera de las ganas, entre la dignidad y el cariño, le ganaba la dignidad. Prefería perdérselo antes de tener que saludar a esa otra familia de la que me repetía “Nunca te han querido” para luego interrogarme los detalles cuando yo llegara a su casa a enseñarle mis regalos y a recibir los de ella. Sí, Mimí también se equivocaba.
Hoy me desperté a las cinco de la mañana con la certeza de que el teléfono estaba sonando.
Hubiera sido Mimí.
Deja un comentario