El sábado fue mi último día, después de 6 años, del medicamento contra la ansiedad. Nunca quise saber qué era exactamente. Me quedé con su nombre comercial y con lo que me dijo el médico: era apenas un empujón para la química desbalanceada de mi cerebro que me inducía a los ataques de pánico. No era adictiva.
Se suponía que hace dos o tres años tenía que haber sacado cita para empezar a dejarla, pero tenía miedo. Miedo de que los ataques volvieran. Miedo por la gente que había conocido que la tomaba y me recomendaban no soltarla nunca. Miedo de volver a sentir tanto miedo.
Fui por vanidad. Me habían mandado un medicamento para bajar de peso y estaba funcionando. Y estoy convencida que esos medicamentos para ansiedad, te ponen gorda. Para cuando tuve los ataques pesaba 80 kilos. Para junio del año pasado, llegué a pesar 40 más y llevaba así dos o más años.
Así que fui y el doctor dijo que me veía bien e hicimos un plan para dejarlas poco a poco y me dijo y me convencí que no me harían falta, que el ejercicio compensaba, que yo había crecido como persona, que estaba mejor, que la terapia funciona, aunque atrás, en la parte oscura de la mente me veía a mí misma tras bambalinas dando un discurso sonriente y valiente sabiendo que ni yo misma me lo creía.
Las primeras dos semanas sudaba de repente a chorros, sin saber porqué, en días fríos y ventosos. El sueño muy ligero, me costaba dormirme y me despertaba con cualquier cosa, pero llena de energía, sin cansancio. Pesadillas constantes. Y sin embargo, totalmente eléctrica, urgida, acelerada, como si necesitara hacer mil cosas, salir para algún lado, casi eufórica, frenética.
Pasó. Hubo días de mucha furia. Días en que sentía ganas de romper cosas o personas. Y darme cuenta que ese enojo no era mío. Era más que yo. Una cosa ajena, irreconocible por su intensidad.
Y después, días de tristeza. Nostálgica, infantil. No pensé que llevarte al kinder iba a ser un asunto tan emocional. Traté, te lo juro, de no hacer de la mañana un evento tenso, pero me caí en el baño y vos no te querías levantar. Después no te querías bañar. No querías desayunar ni vestirte. Todo estaba en el lugar perfecto para ser un desastre.
Así que de camino, usando youtube porque no sé usar Spotify te puse tus canciones favoritas y las mías y cantamos los 25 minutos que nos tomó llegar de primeros para esperar al sol. Pensaba en vos, sí, pero egoístamente pensaba más en mí.
Llegaron imágenes de infancia, de la clase de música en la escuela cuando aprendimos canciones de Roberto Carlos. Y se me salieron las lágrimas.
Yo no esperaba que tu entrada al kinder me revolcara así y tanto. Pero al dejarte feliz y tranquilo en la clase, de primero, armando un rompecabezas, la que tenía lágrimas en los ojos era yo.
Y he estado pensando que tal vez tenga que ver con esa etapa de mi infancia, que recuerdo tan oscura, tan conflictiva. Una zona nublada donde de repente aparecían cosas que me daban miedo y yo sola, sin poder defenderme, vulnerable e indefensa ante lo que pasara.
Yo quisiera protegerte de eso. Quisiera que tu experiencia fuese otra. Que seás un hombre que recuerde con cariño todos esos primeros días y primeras veces.
Tal vez por eso, cuando te portás tan mal y hacés berrinche y te negás a participar en todo y gritás y te enojás y no hacés caso y testarudamente te negás a decir qué pasa y después te me acurrucás y me decís muy triste que extrañás a tus amigos del otro kinder, tengo miedo que de estés repitiendo lo mío o peor aun, que sin darme cuenta, te esté transmitiendo ese miedo tan viejo, que ahora resurgió, brilante y ajeno.
Deja un comentario