Con el tiempo, da la impresión de que cada vez está más despierto, más atento, más activo. Como si los primeros meses con nosotros hubiese estado dormido o en proceso de ajuste. O tal vez sea solo la edad, pero está más inquieto.
Aun pienso todos los días en esto de la maternidad. Sigo leyendo y buscando libros del tema. Mientras más lo pienso, más convencida estoy que esto de ser mamá me cambió o me llevó a ser la persona que tenía que ser. Ahora entiendo a la gente que dice que se realiza con la maternidad y me arrepiento y me avergüenzo de todas las veces que me burlé de eso. Ahora me gusta hablar de bebés, de tips, de las cosas que hacen. Ahora me gusta y disfruto ser mamá.
Y aunque hay días que hace caca fuera de la bacinilla, se orina en la sala y en general, no para de ir de un lado para otro como un pequeño huracán, dejando juguetes tirados a su paso y lo quiero matar; aunque hay cosas y personas y dimensiones de mi vida que perdí para siempre con la llegada de Pato, no lo cambiaría por nada. Ni siquiera por volver a vivir lo que perdí.
En la sección de sucesos, un sábado que estábamos haciendo él y yo su huevito de desayuno, en un descuido, en un segundo, puso la manita sobre el disco apagado y se quemó. Lloró y agitó la manita dos horas seguidas. Unos días después, esperando al papá en la acera, se soltó y cruzó la calle solo. Ese día le di un manazo del susto, yo, la que nunca le iba a levantar la mano. La culpa me arrodilló. Yo, que me creía la mejor mamá en esto del control de los hijos. Yo, que me creía mejor que el papá.
Salimos a comer y yo en una versión un grado más arriba que pijamas y una cola mal hecha. Necesito andar cómoda para poner lidiar con Pato. Se mete por debajo de la mesa y allá voy yo en cuatro patas, cuchara con comida en mano, tratando de convencerlo de que coma mientras en la mesa mi propia comida se enfriaba. Cuando empiezo a salir de ahí abajo, empapada en sudor, con la cola floja y sucia; me topo con las piernas de alguien que estaba ahí, parado a la par de la mesa. “¿Cómo vas?”- me dice. Sonríe porque evidentemente, verme así le hace gracia. Los ojos le brillan. Es el gerente de una empresa cliente de la oficina, con la esposa y la hija. El a mí normalmente me ve distante, cortante, mandona y, sobre todo, vestida.
“Ay vieras que he pasado pensando, que ¡Pobre Patito con este frío¡ ¿cómo habrá pasado las noches? ¡Debe haberse enfermado!”-Mi mamá, siempre confiando en mis capacidades, llamando durante el frente frío.
Cada vez habla más. Repite las palabras. Dice el nombre de su niñera con un dulce acento nica. Hace enreditos casi todo el día. Esta semana aprendió a decir no. Algunas cosas se le entienden. Su palabra favorita es Za-Pa-to. La dice todos los días, varias veces. Pero cuando tratamos de enseñarle cómo se llama, siempre contesta lo mismo: Za-Pa-To. Como Mimí, mi Patito habla cantado. Cuando me llama, Mamá se convierte una canción de dos sílabas, cuando alarga la segunda. Hace apenas unos días, lo sorprendí tarareando esta canción, que es una ternura.
Ha empezado a jugar con carritos y una chiquita en el parque le enseñó a caminar galopando. A veces, en lugar de caminar, marcha, con sus bracitos gorditos marcando el paso. Yo lo piropeo: “Ay, pero qué es ese caminado tan divino!”
Ha tenido días- muchos, seguidos- donde su mundo entero es mamá. Mamá me alza, mamá me cambia, mamá me duerme, mamá de baña. No quiero con nadie más. Llora desesperado si es papá o alguien que no sea mamá. No sé si es mamitis o el Edipo en proceso.
Navidad fue muchas cosas. La prueba de la paciencia, porque la Navidad familiar que me imaginaba se vio amenazada por la curiosidad y la travesura. Quiso tocar todo, todo, cada adorno, cada cosa y quebró varias en el proceso. La trampa de las expectativas: Yo me imaginaba una casa decorada y los villancicos gringos: I am wishing for a White ChristPATO QUE NO TOQUES ESO!!! Hubo otro manazo y otro derrumbe interno de culpa cuando trató de clavar su bola de hule en el árbol y botó 3 o 4 adornos.
Un día cualquiera fuimos juntos al cine nosotros dos solos. Vimos Coco, él en mis regazos, compartiendo palomitas de maíz. Puso atención, no lloró, no se durmió y durante toda la película. Aplaudió, se asustó, cantó y bailó con la música. Yo iba preparada para llorar por todos los comentarios que había leído de la peli pero fue cuando Imelda canta “Aunque me cueste la vida, Llorona, no dejaré de quererte” que apreté fuerte a mi pelota y se me salieron las lágrimas, porque él me da certeza de la eternidad del amor. Ahí y cuando Coco canta con su papá despidiéndose, por razones obvias.
Me doy cuenta de cosas. En la adolescencia escribí una frase que invocaba con frecuencia “Hoy amanecí con ganas de morirme”. Hace mucho – diez meses, más o menos- que ya no las tengo. Al contrario, quiero vivir para verlo hecho un hombre bueno. Esta es la primera Navidad que recuerdo en la que no lloro, no me deprimo, no me pongo ansiosa. Patito es el milagro de la vida que me curó. Fue mi primera Navidad como mamá, con la esperanza entre los brazos.
Yo sé que no debería dejar que se pase a la cama. Pero a veces, en la noche, escucho las patitas donde viene y se sube a la cama y se pega a mí y me abraza, me da un beso y me dice “mamá” suspirando y con los ojos cerrados, listo para volver a dormirse. Me hace sonreír con una dulzura y una felicidad que yo no conocía.
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