Tengo, con ocho meses de conocerlo, una larga lista de culpas, porque parece que la culpa y su administración es parte intrínseca de esto de la maternidad:
- Cuando me toma de la mano, me lleva a la cocina, abre la boquita y señala hacia adentro. Está vacía y tiene hambre. Mamá puede comer cualquier cosa o si quiere, no come. Pato no.
- Cuando lo trato como trataba a Fuser, le hago las mismas preguntas quién es mi tutú? y le hago los mismos piropos pero qué son estas paticas tan ricas. Me pregunto si trato a mi hijo como a un perro. Ya llegué a la conclusión que, en realidad, trataba a Fusi como a un bebé y al que le atrofié su naturaleza fue a mi pobre, noble y sacrificado perrito.
- No le doy suficiente tiempo. Porque ni siquiera tomé la licencia de maternidad, porque trabajo mucho, porque no estoy en las madrugadas porque me voy a nadar, porque quiero leer, porque quiero tiempo para mí y todas las semanas hago planes maravillosos de cómo me voy a leer ese libro que me acabo de comprar.
- A veces no cocino, no planeo, no me acuerdo o no dejo la instrucción. Entonces toca comer una salchicha, una tortilla con queso, un tarrito de coctelito de fruta. Algo para salir del paso. Y me pregunto si en su futuro habrán reclamos de esos días- muchos, parecen- de los olvidos de mamá. Pero donde Mimí yo no cenaba. Y en mi casa, la cena solía ser un infierno, de silencios o de reclamos. Los chilenos tampoco cenan, toman once. O sea, hay excusas. U opciones.
- Le entiendo a señas y a veces pareciera que hasta le leo la mente. Le entiendo los gestos, los cambios de ánimo, las miradas. No le estimulo el lenguaje porque me encanta hablarle como si fuera un bebé. No me gusta decirle “No te entiendo” porque lo cierto es que se lo entiendo todo, hasta lo que él todavía no sabe que me va a decir.
- No lo tuve desde que nació. Y en esa culpa es en la que menos pienso porque es la única respecto a la que no puedo hacer nada. Hay tanto de resignación en esto.
Pato, todo él, es una experiencia de viaje en el tiempo, de paradojas. Todos los días cambia y crece y sé que es demasiado rápido, que ya no me cabe perfecto en el pecho como el primer día que llegó. Y a la vez, cada día se me hace eterno, no porque quiero que acabe o me aburre, sino porque lo siento totalmente lleno. Quisiera que fuera un bebé para siempre y a la vez, no puedo esperar a que sea grande, a verlo hecho un hombre.Me perdió mi tarjeta de ingreso a la oficina, dos veces. También el Quick pass nuevo. Todo en una semana. Le hablamos, lo amanezamos, le rogamos y no quiso decir donde estaban. Cuando ya tenía los reemplazos de todo y por supuesto me los habían cobrado, encontré todo. La que los había perdido era yo, cuando los traté de guardar en un lugar seguro.
Cumplió dos años el 4 de noviembre. Una semana antes tuvimos la fiesta de cumpleaños. La organización me dejó muerta, aunque era solo la familia. Y el día de la fiesta, no recuerdo haberlo visto. No sé si comió, quién le ayudó a recoger los confites de la piñata, si le tocó bolsita. Sé que se comió casi una bolsa entera de marshmellows grandes, que peleó con mi sobrina para que no le tocaran los juguetes y que encontró un pito que casi lo vuelve loco de la alegría. Lo vi los dos minutos que duró en apagar la velita. Las fotos que hay las tomaron otros.
Organizar, comprar, arreglar, me recordó a mi papá y al único cumpleaños que recuerdo con él, aunque sé, en el fondo, que era mi mamá la que se encargaba de todo, de alquilar sillas, de encargar queques, de invitar gente. Conseguí patos inflables para los invitados porque en ese cumpleaños que recuerdo, también dimos muñecos de esos, hace muchísimos años. Se me olvidó ir por los quequitos y las cosas saladas hasta que ya todos se habían ido y, en definitiva, hice demasiada comida: cuatro ollas gigantes del arroz con pollo de mi abuela, que se terminó yendo en tuppers en todas direcciones y hasta se contrabandeó hasta Michigan. Comieron mis tías maternas, que no querían a mi abuela. Comieron los compañeros de mi hermana en Guanacaste. Las vecinas de mi mamá. Yo, al almuerzo, por una semana.
El abuelo, aunque no le gustan las actividades sociales, vino, bajó de la montaña. Comió de que lo que había, aunque no es lo de él comer comida afuera. Se quedó hasta el final, para abrir los regalos. Le tomó fotos y videos, cosa que nunca había visto yo que hiciera con nadie. Le dio un regalo enorme, él, que siempre, con sus hijos fue frugal y espartano. Y cuando se despide, le da besos en los cachetes y en los brazos y se muestra vulnerable, tierno. Yo lo vi, lo reconocí y en la noche, repasando los eventos del día, se lo digo a Patito: Sos muy afortunado, el abuelo te quiere como me quiso a mí Mimí.
Hubo dos fiestas más. Una con la familia escogida, los amigos, con un queque con un Patito nadador, el mismo fin de semana del torneo de natación.
Y otra, en la piscina. Chinié una torta chilena 36 horas para que momentos antes de prender las velas, le metiera dos veces la mano y se comiera el lustre directo de los dedos. En total, tres semanas se celebraciones.
El doctor, en el control anual, nos dice que es posible que no sea muy alto, aunque aun tiene tiempo de pasar al rango medio de la curva, porque después de todo, estamos hablando de un bebé prematuro. No sé porqué siento el pinchazo de una decepción, porque de alguna manera lo siento tan mío que lo natural es que sea tan alto como nosotros, que somos, de por sí, excepcionalmente grandes. El tiempo dirá. Este es de esos casos desesperantes en que no hay nada que hacer más que esperar.
Después de mucho tiempo en el taller, me devuelven el carro. Empaco a Pato para ir a hacer una vuelta, pero no logro descifrar la sillita. Lo llevo suelto, porque es aquí cerca y soy una irresponsable. Doblando en una esquina, siento un cambio en la atmósfera del carro y en el retrovisor, veo a Pato con los ojos muy abiertos diciendo espantado: “Mamá!”. Abrió la puerta del carro porque no tenía el seguro de niños. La abrió de par en par. Por suerte era un barrio, doblando una esquina y no en la autopista. Paré el carro en seco y salí a cerrarle la puerta, diciéndole que no era nada. Cuando me senté de nuevo, me costó controlar el temblor en las manos y esa araña helada del ataque de pánico.
Recordé un accidente extraño que vi hace muchos años. Íbamos caminando hacia Taco Bell desde la facultad de derecho. A un carro blanco, que iba hacia Zapote, de repente se le abrió la puerta de atrás y salió rodando un bebé como de la edad de Pato, justo frente a Taco Bell. El carro recorrió un par de metros y la madre, que iba manejando, se hizo tirada a recogerlo, en media pista. El carro sigue avanzando, sin chofer. Ella llegó hasta el bebé, lo abrazó y se sentó a llorar con él en brazos en media calle. Otros choferes pararon para no atropellarlos. Uno de ellos a controlar el carro blanco. ¿A quién le podría haber pasado un accidente tan freak? Bueno, veinte años después, a mí. Casi.
“Pato, cuál cuento querés que leamos hoy?” Todas las noches toca uno, si lo leo yo, en inglés. Me sorprende cuando me dice “Baum Bea mamá”. Brown bear it is, then: Brown bear, Brown bear, what do you see? I see a red bird looking at me…
Nos estamos aprendiendo Los Pollitos. La cantamos muchas veces al día. Hasta ahora, la participación activa de Pato consiste en decir pío, pío, pío y completar la frase de “porque la limpieza, dice mi ____”
Dice palabras nuevas todos los días. Jugo. Uva. Vení. Mirá. Ardilla. Llama a la niñera con acento nica: Martá. No Marta. Le preguntamos quién quebró la lámpara de la mesa de noche y dice sin pena: Yo. Y lo hiciste al propio? No, mamá. A veces me produce la misma admiración y extrañeza que cuando escuché el cuento de Juan Sin Miedo. Y ya dice Yo. Ya se empieza a distinguir a sí mismo y a la vez, a separarse de mí cuando apenas hace 8 meses se tuvo que acostumbrarse a que éramos uno mismo.
Quéres un perrito? Tí. Querés un unicornio con alas? Tí. Querés un sapito? Tí. Querés un popi? Tí Querés la paz del mundo? Tí. Querés que cantemos Los Pollitos? Tí.
Ocho meses, amor. Ocho. Se sienten como esos días que uno no quiere que terminen nunca. Ayer, en el aniversario de conocerte, íbamos a presentar los papeles en la corte para ya finalizar formalmente esto de adoptarte. Pero mamá echó los documentos al reciclaje, no pidió los certificados médicos, se olvidó de una certificación de nacimiento, no sacó las copias y todo fue muy, muy enredado.
A veces, casi siempre, las cosas no salen como uno quiere Patito. Eso también es parte de la vida. Hoy fui muy temprano a sacarle copia a todo, a fisioterapia porque este proceso, esta formalidad, me tiene comiendo como loca y contracturada. A una reunión y luego con vos al médico, a control de neumología para que nos dijeran que aun hay que esperar seis meses más para tener un perrito. Que estás muy bien de lo demás. Muy sociable, muy simpático, muy estimulado.
Entonces papá, que nunca ha hecho esas cosas, se llevó todo para la corte, con instrucciones precisas de qué hacer y dónde, y hoy, un día tarde, ya te puedo decir, Patito, que presentamos todo para que registralmente, seas nuestro.
Vas a tener nombre de galán de telenovela: Patricio Eduardo Magallón Montiel. Pero en mi corazón y en el de papá, para siempre, Patito.
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