Cumplí cinco meses sin cortarme o teñirme el pelo. Cinco meses de colas, hasta para dormir. Cinco meses con las uñas al ras, con corta uñas. Nada de limas y mucho menos el lujo de un manicure.
No me importa andar casi en piyamas cuando ando con él. Tampoco hacer el ridículo, como cuando pasamos a un super a esperar que baje una presa y mientras recorremos pasillos, nos ponemos a bailar pirateado con la música del swing criollo que sale de los bafles. Pato me devuelve a las partes soleadas de mi infancia.
Antes de la presa, veníamos de una cita médica donde la doctora se sorprendió que un niño como Pato llegara vía adopción. “Es que es blanco!” me dijo- “Es que tiene los ojos casi claros! Es que es precioso” Cuando traté de pararla haciéndole ver que lo que decía era imprudente, me dijo “Es que no entendés. Mi cuñada adoptó dos y se ven como chiquitas de las que piden en la calle”
Esas cosas pasan en Escazú, donde en una reunión de horas, las mujeres presentes empiezan a hablar de la vida para pasar el rato. Somos más o menos de la misma edad, todas mujeres, todas casadas, todas convencidas de que, a pesar de la maternidad o precisamente por ella, tenemos que seguir trabajando. Se quieren caer de la silla cuando yo, de domingo siete, les digo que yo no me casé para siempre. Porque todas ellas sí, como las princesas.
Por ellas me entero que no le confían sus hijos a una nana (no pueden decir empleada) pero no lo piensan dos veces en dejarle la crianza a las abuelas, que ya hicieron lo suyo, están viejas y cansadas y tienen que volver a empezar de cero. Por mamás como ellas, pero en las redes, me entero que ahora se le da regalo del día de la madre a las maestras y las inundan de tasas, camisetas, botellas de agua y chucherías genéricas. Y que en los cumpleaños, los cumpleañeros entregan sorpresas a los invitados, pequeños juguetitos en agradecimiento por venir a la fiesta. Se trafica información sobre lo que otros han dado para no repetir y ser los más originales.
Entonces las mamás compiten entre ellas para ver quién da el regalo más caro, la mejor sorpresa y la competencia es sangrienta. Algunas escuelas incluso prohíben los regalos para evitar intrigas. Recuerdo aquel fallido cumpleaños, en que un amigo querido, padre ausente, tenía a su cargo ir a recoger los pececitos dorados que iban a ser las sorpresas. Tuvo que pasar a algún mandado, se le olvidaron los peces en el parqueo muy soleado, llegó tarde a la fiesta y las sorpresas, todos panza arriba, muertos. Se dieron cuenta cuando los empezaron a entregar a los chiquillos, que lloraban a gritos porque su pescado no se movía.
En media huelga del Poder Judicial, me atienden en un juzgado vacío, en Hatillo, a declarar sobre mi choque. Solo atendían el día que se vencía el plazo. Un funcionario controlaba el portón y otro, tomaba la declaración. Le pido a la muchacha que me de un chance para revisar el celular antes de apagarlo. Le explico que ese día viene la maestra de Pato y quiero verificar que haya llegado. Me conecto a la aplicación de las cámaras y todo en orden.
Pregunta quién me lo cuida y le digo. Me cuenta que la jueza del despacho tiene gemelos y tuvo que contratar 3 empleadas y aun así anda como loca. Ahora la imprudente soy yo: “Sí, es que es muy duro”. Me ubica de una vez: “Lic, duro? Al menos ustedes tienen con qué pagar quién les ayude y a veces dos o más personas. Una tiene que ver cómo se acomoda, quién se lo cuida, si la mamá o alguien y si no, buscar a ver una guardería”
Cada vez se afianza más mi sensación de mamá. Le agradezco tanto a los amigos que disfrutan a Pato y desconfío un poco y me duelen, los que apenas lo toleran, como si fuera una molestia. El otro día en el super, en un pasillo, un señor nos esquivó como si fuéramos la peste. Tanta hablada del respeto del derecho a elegir y a las que elegimos la maternidad, muchas veces nos tratan como parias. Estamos dispuestos a defender los derechos de la minoría, pero parece que nosotras somos más bien sumisas del patriarcado al escoger reproducirnos o al escoger la familia. Y nos tratan con el mismo desprecio y asco que reciben muchas minorías.
Me obsesiona un poco la masculinidad de Pato, esa que se va construyendo. Hacerlo no un hombre fuerte: una persona fuerte. Sin mis miedos, sin mis complejos, una versión mejorada de mí. Pero yo soy mujer y no sé cómo enseñarle a ser hombre. Quiero que sea un hombre sensible, sin miedo a expresar lo que siente y dispuesto a defenderlo; pero con la fuerza y el impulso de los hombres de antes o las mujeres de ahora para hacerlo cierto. Hay días en los que quisiera creer, pero no tengo fe. Quisiera pedirle a algo o a alguien que lo cuide, que lo haga una buena persona, que me de la sabiduría para llevarlo por buen camino. Lo que hago entonces es leer.
Vamos de visita a la casa de Alicia y Pato trae piedras del garaje a la casa, se mete debajo del carro de ella, luego le revisa la mufla, se llena de grasa, corretea a los gatos, descuelga adornos, agarra a Pinky del pescuezo y ella se deja, la corretea por todo el patio, hace sopa con las bolitas de los gatos y las hecha en el plato del agua, trata de tomarse la de los perros, se mete en la casita de los perros, anda por todo el patio, toca todos los adornos, se encarama en la mesa de vidrio y en general, lo pasa divino. Alicia me dice, sonriendo: “Dejalo”
Ya casi no pienso en Pato como un niño que llegó a mi vida por la vía de la adopción. Han pasado cinco meses y es como si siempre hubiese estado con nosotros. Observo como va incorporando gestos nuestros al reírse, al sorprenderse, al saludar, al comer. Todos los días, entre sus enreditos, se van asomando palabras nuevas o frases, en su habladito de bebé.
Vamos a un todo incluido y Pato es el centro del paseo. Lo sorprendo a punta de bajarse los sobros de una lata de Heineken. Pelea porque no quiere salir de la piscina, pero se duerme cuando no llevamos ni dos pasos en dirección al cuarto. Cada vez que pasa por la máquina de hielo, aprieta para ver caer los cubos. Maneja el ascensor como un experto. Como ya en la piscina se soltó pero con flotadores, anda por todo lado dando pataditas, impresionando a las visitas. Le habla a niños gringos y ni cuenta se da que no hablan el mismo idioma. Ve otro grupo de gringos enormes, latinos y negros, tatuados, oyendo rythm n’ blues y se les va acercando al descuido, hasta que está bailando con ellos, llevando el ritmo. Sobre todo, quiere caminar, caminar, caminar, a todas horas, por esos espacios abiertos.
Lo llevamos a conocer el mar. El mar. Pato nació al lado del mar. Mi primer recuerdo de mi papá es entrar con él al mar, de la mano, y cuando el agua me supera, él me monta en hombros y después nada conmigo en la espalda hasta llegar a una boya. El mar, esa inmensidad de agua. El mar, esa simbólica figura paterna.
Estoy cocinando y Pato saca todos los tuppers y las tapas, muy concentrado en sus actividades de organización. Es un deja vu a la casa de mi abuela. Ahora yo soy Mimí y él soy yo, la misma escena corrida en el tiempo, cerrando un círculo.
En la última visita al PANI, para el informe final, me preguntan porqué lo queremos adoptar. Hubiera querido contestar la verdad: creo que es el hombre que más me ha querido.
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