Mimí nunca fue una mujer coqueta, al menos no en el sentido tradicional de la palabra. Nunca la vi maquillarse. La cara de mi abuela es un recuerdo de piel muy morena y un poco arrugada. Su vanidad era otra.
Ayer, 1 de diciembre, hubiera cumplido 100 años de vida. Pero ella, a diferencia de otras señoras, no se quitaba la edad: se la ponía. Era más poético responder, cada vez que le preguntaban “Nací con el siglo”, aunque había nacido en 1916. Como resultado, todo el mundo comentaba sobre lo bien que estaba, cómo se conservaba y qué lúcida que era. Mi abuela era una apasionada del dramatismo.
Una vez le pregunté a mi mamá, que sí se quitaba la edad y tuvo 36 años desde que yo estaba en kínder hasta noveno año, porqué Mimí hacía eso. Me dijo que tal vez Mimí se avergonzaba de que tantos años de trabajo duro la hubiesen envejecido antes de tiempo y que si decía su edad real, sería evidente la vida tan difícil que había llevado, sin acceso a descansos, muchas veces sin acceso a tres comidas diarias, mucho menos a cremas o maquillajes.
Mimí no se teñía el pelo. Lo usaba gris, cada vez más ralo, en un moño con peineta. Nunca la vi con el pelo suelto salvo cuando se lo lavaba. Tenía una risa contagiosa, pero ambas filas de dientes eran chapas. Nunca le pregunté cuándo los había perdido. Creo que hubo un tiempo en que era moda sacarse los dientes buenos para optar por falsos. Casi nunca la vi desdentada
No usaba tacones porque no los necesitaba. Mi abuela era tan alta como soy yo ahora o tal vez un poco más, a pesar de la desnutrición que padeció de niña. Tenía un pudor del siglo IXX y fue hasta sus 60 años que se puso por primera vez un pantalón y años después, un vestido de baño con enagüita, para cubrir mejor las vergüenzas.
Sus vestidos eran de señora, sencillos, de cortes clásicos, sin escotes o cosas raras y de único adorno, unas argollas doradas que me parece estarlas viendo resplandeciendo al sol. Yo quería esas argollas para mí y ahora no sé dónde quedaron. Ella se veía regia en todo el esplendor de su herencia indígena, oro y piel morena. Y a veces, pero solo en ocasiones muy especiales, una mantilla que mi papá le había traído de España. Solo para salir de noche se perfumaba.
Siempre me decía que cuando ella faltara, esas argollas serían para mí. También decía otras cosas, sobre dineros que me dejaría para asegurarse que yo terminara de estudiar y las previsiones que iba a tomar conmigo por haber perdido yo a mi papá. Su amenaza favorita, vacía, como todas las de ella, era “Te voy a sacar del testamento”.
Lo cierto es que cuando murió y para cuando yo salí de la niebla del dolor, que me tomó muchas semanas, la casa de mi abuela ya no tenía nada. No estaban las argollas, los zapatos, nada. Alguien había revolcado la casa de Mimí buscando un testamento que no existía ni había existido nunca. Entre el desorden, logré recuperar una colección de fotos viejas, que no le habían interesado a nadie y que mi abuela guardaba en una cajita forrada malhecha, como todas mis manualidades, que yo le había dado para algún cumpleaños. De ella eso es lo único material que me queda. Igual yo con los recuerdos tengo.
El orgullo de mi abuela nunca fue cómo se veía, sino lo que sabía, su inteligencia y su envidiable memoria, la forma sentida en que cantaba tangos y cuplés y recitaba viejos poemas. Su manera única de contar historias. Tuve una foto de ella joven, creo que la única que existía: una morena imponente, de rasgos fuertes, nariz ancha y robacorazones a ambos lados, con unos ojos negrísimos.
Hoy diríamos sin duda que fue una mujer de una belleza poco tradicional o exótica. Es posible que cuando ella era joven y se privilegiaba ese look de mujer enferma, lánguida, débil y pálida, mi abuela, con esa pinta de hembra salvaje, hubiese resultado fea. Mi tío Adolfo me quitó esa foto luego de que ella murió y siempre me dijo que a él se la robaron en algún viaje.
Nunca me jodió para que me vistiera de cierta forma, para que me comportara como una señorita, para que me arreglara un poquito, para que me peinara para un lado o para el otro. Nunca me incitó a maquillarme y contuvo la risa y la chota las veces que me vio con chorchas celestes en los ojos, del delineador de moda y los labios rosados, ensayando el maquillaje de una mujer blanca.
Para ella y para mí, mi prima Némesis y su gusto por el maquillaje, las horas que duraba frente al espejo y lo que conseguía a punta de belleza, eran un misterio.
A veces, me sorprendo viéndome en el espejo directo a una cara lavada que me hace sentir más libre. Zapatos bajos como los que usaba ella: calzamos lo mismo y peleábamos cuando se daba cuenta que yo me alzaba los zapatos de ella para ir a alguna fiesta. Mientras me examino la cara y me pregunto si valdrá la pena arreglarme un poquito, como me dice la voz de Cartago de mis tías maternas desde la genética.
Me maquillo, algo muy básico, para eventos especiales, como cuando voy a dar una charla. No duro más de cinco minutos. A veces me tapo las manchas de las espinillas, a veces se me olvida. A veces contemplo cómo se ve el avance del tiempo en mi cara aunque a mis ojos sigo siendo la misma. A veces me pregunto cómo deshacerme de las bolsas debajo de los ojos, pero nada que sea muy complicado porque si no, mejor que se queden como están. Yo quiero envejecer muy digna, aunque me tiña las canas.
Lo único que me permito es decirme bajito que un día de estos nos vamos a comprar unas argollas de oro, grandes y pesadas, iguales a las de mi abuela.
¡Feliz cumpleaños, vieja!
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