“Te estás rascando en puñito! Tenés piojos!”
Para Mimí, eso era una excelente noticia. Le brillaban los ojos, dejaba lo que estaba haciendo, se secaba las manos en el delantal y salíamos para la farmacia. Yo de la mano de ella, claro.
Pedía un peine de marfil por cada uno de mis primos, por un lado, para no pasar la plaga de uno a otro y por otro, porque si uno de nosotros tenía, era cuestión de horas para que tuvieran los otros. Nunca le importó esa humillación pública de que en la Calzada y por ende en todo el barrio, se supiera que andábamos piojosos.
“Mi madre siempre decía que cuando hay piojos, uno se rasca diferente, con los dedos así, en puñito”
De nada servía tratar de hacerlo consciente o disimularlo. Cuando hay piojos, la picazón es tanta, que se impone el instinto sobre el cuidado y los dedos terminan delatándolo a uno.
“Margo María, alístate, que esta criatura tiene piojos”. Mimí informaba a mi prima mayor por teléfono, reclutándola para la operación logística de limpieza.
A partir de ahí y por semanas, hasta que pasara el brote, la rutina normal se transformaba para dar paso a la lucha contra el piojero.
Había que lavarse la cabeza todos los días. Mejor dicho, la lavaba mi abuela, con jabón amarillo que compraba en el mercado “El agua los ahoga, pero si no te lavás bien y te quedan restos de jabón en el cráneo, es peor. Cerrá los ojos para que no te enchile”
Ya seco, empezaba el proceso de despulgamiento, que tomaba un par de horas. Armada con el peine de marfil, unas sábana blanca y los anteojos que le hacían ver los ojos enormes, mi abuela, con sus manotas morenas y curtidas, me revisaba pelo por pelo. Si atrapaba alguno, lo asesinaba estripándolo con los dedos. Las liendres las reventaba entre las uñas.
“Mirá, mirá este qué grande! Esta es una hembra que estaba por poner huevos. Oís cómo tronó esa liendre?”
Yo nunca logré oír ni ver nada. Ni en los dedos de ella, ni en los de nadie. Tampoco en la cabeza de otros piojosos demostrados, a menos que fuera un caso realmente grave y los animalejos tuvieran el tamaño de cucarachas pequeñas. Fue hasta muchos, pero muchos años después que desarrollé la habilidad de ver animalitos tan pequeños, cuando revisaba a Fuser para buscarle pulgas con el mismo placer y en la misma forma metódica que mi abuela me buscaba piojos.
“Quedate quieta, que si no se van y además deja de hablar mierda porque esto no duele!”
A mí no me dolía, porque de todos modos, mi pelo era y sigue siendo lacio y en aquel tiempo, corto. La que sufría era mi prima Némesis, que tenía una mata de pelo, ondulado y difícil, que lloraba todos los días cuando la peinaban normalmente y por eso siempre andaba melenuda y despeinada.
Mimí llevaba cuenta de cuántos piojos y liendres cazaba en cada uno por jornada. Mimí sabía dónde se escondían con preferencia. Dónde había que buscar las liendres. Los puntos álgidos donde siempre había uno que otro. Ella, con una infancia de pobreza extrema, de sacarse niguas de los pies con las manos, reconocía como los expertos las picaduras de pulgas, mosquitos, chinches y demás chupasangres. Lograba atraparse una pulga en el cuerpo al vuelo y sabía qué hacer cuando uno regresaba del cine rascándose para que no se extendiera la cosa.
De alguna manera, creo que estos eventos le permitían sentirse más identificada con nosotros, los nietos citadinos de colegios privados, unidos en desgracia con otros chiquillos de realidades tan distintas.
Después del despulgamiento, Quitoso y en casos graves, canfín y un paño en la cabeza en turbante por varias horas. Y nuevamente lavada.
“De tanto buscarles a ustedes queda una como sicoseada porque ya siento como me están caminando a mí también, pero no, porque me reviso y nada”
En la escuela nos revisaban todos los días, pero a mí no me preocupaba porque sabía que no me iban a encontrar nada. Mi abuela se había encargado de eso. Pero ahora que lo pienso, a nadie le decían frente a los demás que había piojerío. Tal vez era solo el disfrute masoquista de vernos nerviosos, en fila, revisando de último minuto las uñas, rogando que no nos encontraran un frijol a medio nacer en el tierrero de la oreja, sacándole brillo a los zapatos restregándolos en la media de la pierna opuesta, quitándose las lagañas a la carrera. Y después preguntan una en terapia que de dónde vendrán esas crisis ansiosas.
En secreto, yo observaba a los demás para diagnosticarlos a punta de la forma en que se rascaban la cabeza. Otros eran más evidentes, sobre todo las mujeres, cuando llegaban con el pelo corto, con el pelo oliendo a químicos o con trenzas tan socadas que las dejaba chinas, supuestamente perfectas para evitar el infestamiento.
Cuando pienso en mi cabeza en los regazos de mi abuela, sus anteojos resbalándose en la nariz, el peina marfil, el trapo blanco; lo que recuerdo es la sensación cálida de sus caricias en mi cabeza y en mi pelo, sus risas, su entusiasmo con cada bicho atrapado y con cada nueva crisis.
Mi mamá nunca me buscó ni medio bicho. Prefería que yo me quedara con Mimí hasta que cediera el riesgo de contagio para no pegar a mis hermanos. Nunca conoció el placer oculto de dar cariño con algo tan mundo como un piojo.
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