El cólico punzante de cuando vas corriendo, invoca las más cobardes excusas de rendición incondicional disfrazadas de excusas dignas.
Iba analizando la número quince, sintiendo lástima por mi sudado cuerpo, cuando fui a dar con toda mi humanidad de sopetón contra la tierra. Atrás, una raíz traicionera sonreía sarcástica ante mi caída.
Pensé en hacer miradas de odio a los espectadores, pero no escuché carcajadas de burla. Pensé en llorar y hacer el numerito, pero no vi a nadie cerca que conmover con mi lástima. Pensé en revolcarme en el suelo en éxtasis de pseudolesión como hacen los futbolistas, pero no vi al brillante caballero de blanca montura dispuesto a socorrerme. Pensé en renquear con dolor mientras la sangre fluía de la rodilla al suelo y valientemente me sacaba las piedritas de la rodilla destrozada mientras clamaba por los paramédicos; pero no tenía ni un raspón… si acaso quedé un poco sucia.
Entonces entendí que es posible que existan momentos en la vida en que me tenga que levantar yo sola, sin llorar, sin lamentarme, sin creerme pobrecita, porque el que cae al suelo se levanta con ayuda del suelo, y se pone de pie de nuevo y sigue corriendo.
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